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La hora del destete

Al final ha pasado: Tulga ha dejado de tomar el pecho, aunque ni ella ni yo estábamos preparadas para terminar nuestro idilio de leche. Ha sido una imposición. Un «nomequedamásremedio», imperante e ineludible.

Todo el mundo me dice que he «cumplido», que la criatura tiene dieciocho meses y buen diente y mi teta, a estas alturas, le hace «más mal que bien» (mi suegra dixit). Pero yo no lo creo… No creo que «se cumpla» dando de mamar a tu hijo más o menos tiempo, ni que dieciocho meses sean muchos. Y, por supuesto, darle el pecho a mi Pequeña no puede perjudicarla en absoluto. La teta no es «caca» para una niña mayor, como ha comentado mi padre, ni me esclaviza a mi ni la hace a ella dependiente ¡Qué no, coño!

Y como me he mordido la lengua en persona, por no dar más explicaciones de las necesarias o generar malos rollos, lo digo aquí alto y claro: nosotras éramos felices. Nos iba bien. Nos entendíamos…

Sin embargo, a veces la vida toma decisiones por ti y no queda más remedio que aguantarse. Decir: pelillos a la mar y a otra cosa mariposa, aunque sea con todo el dolor de tu corazón. Y eso es lo que he hecho.

Hace 20 días me diagnosticaron una neumonía. La gripe mal curada, fíjate. Tropecientos grados de fiebre y un dolor en el costado que me impedía hasta levantar el brazo. En urgencias me hincharon a antibióticos y, al saber que era madre lactante, me informaron de que, aunque el tratamiento no estaba contraindicado, era posible que afectara al bebé. «¿Y qué hago entonces?», pregunté. «Pues eliminar tomas. Cuantas más, mejor. Y si no remite, destetarla».

Al segundo día, Tulga se me descagó viva. Vamos, que le dio una diarrea de tres pares de narices (como, por cierto, luego me daría a mi. Completita que es una). Yo estaba hecha fosfatina, febril y dolorida y tengo que confesar que me acojoné: «Joder, estoy envenenando a mi hija», fue la idea que cruzó por mi mente… Eliminé todas las tomas diurnas. De golpe. Zás. Como el que se quita una tirita. Sólo mantuve la toma que hacía de madrugada por dos razones: era la más alejada de la medicación (unas 12 horas) y, sinceramente, no podía con mis huevos. Me veía incapaz de prepararle un biberón a las tres de la mañana con cuarenta de fiebre…

La diarrea remitió en seguida y yo, aunque pasé un par de días con los pechos hinchados y abultados, no tuve las molestias que recordaba de cuando desteté a la Mayor. Quizá porque tomaba ibuprofenos como caramelos, que todo puede ser. La primera semana fue terrible. Tulga me pedía «tetita» a todas horas, intentaba llegar a mi pecho arañando, pellizcando y hasta mordiendo y de no ser por el pavor que sentía a que mis medicinas le hicieran daño, habría cedido a sus deseos al minuto dos. Luego la cosa se calmó. Empezó a aceptar biberones como alternativa y establecimos una nueva rutina compuesta de leche de vaca, mimos y una tetina de látex.

El tratamiento inicial era de 10 días, pero cuando fui a revisión me lo prolongaron una semana más y, luego, otros tres días. Ahí se acabó definitivamente nuestra lactancia. Y es que el cuerpo es sabio y tras reducir de manera drástica las tomas y dormir Tulga dos noches del tirón, empecé a quedarme sin leche. Me di cuenta una madrugada cuando la Peque comenzó a pelarse con mi pecho, a gruñir como un cochino jabalí y pasar de una teta a otra con frustración. Por si a la torpe de su madre aún le quedaban dudas de cuál era era el problema, la chiquilla acabó señalando la puerta y gimiendo: «bibe». Me levanté y le preparé un biberón ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarla con hambre? La escena se repitió otras dos o tres noches y a la cuarta ya ni siquiera intentó mamar. Directamente echó mano al biberón que tenía preparado en la mesita de noche.

Y eso fue todo.

Tulga ha seguido buscando el pecho ocasionalmente, sobre todo a la hora de la siesta, pero sin mucho afán. Nada tan aparatoso y apremiante como aquella primera semana en la que acabé como si me hubiese peleado con un tigre de bengala. Por su parte, mis tetas se resignaron y terminaron desinfladas y colgando igual que dos bolsas de té usadas. Llena de pena, el viernes santo, le dije adiós a mi último bebé y hola a mi nueva niña mayor. Se acabó esta fase de mi vida. Se acabaron los sujetadores de lactancia, los escotes generosos, el consuelo inmediato en cualquier lugar y situación. Se acabó sentir mis pechos llenos, desbordantes de leche, el hormigueo en los pezones al comenzar a mamar, el saber que todo lo salía de mi era lo mejor para ella.

Pero cuatro años de maternidad me han dado sentido común a raudales, así que como el mundo me ha dado sal, he optado por preparar unos tequilas… Y es que vuelvo a ser yo sola. Yo y solo yo. Sin una extensión de mi colgada del pecho y eso se merece, por lo menos, un brindis.

 

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¡Por Tulga!

Voy a echarlo de menos…

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