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Reincidente

Así soy yo: una reincidente. Y es que, como os conté hace unos días, a finales de junio sufrí un aborto. El segundo. También en la semana 8 de gestación, como si fuera una especie de maldición condenada a repetirse… En el fondo ha sido eso lo que me ha hecho volver. Porque voy por ahí de dura y de «machota», aparentando que me importa un bledo y asumiendo tranquilamente los 40 que acaban de caerme en cima como una losa, pero en realidad estoy echa mierda. Así de claro. Porque soy reincidente. Porque pensé que ya había cubierto mi cupo.

No fue un embarazo buscado ni deseado, pero sí muy bienvenido. Para mi era casi un milagro, porque parecía tenerlo todo en contra: la edad (se supone que la fertilidad femenina cae en picado a partir de los 35), los ciclos irregulares, el poco entusiasmo del costillo en tema… Vamos, que era más fácil que me preñara una paloma por obra del espíritu santo que mi marido. Y aún así ocurrió. Una noche tonta, media botella de vino y vualá. En cuanto se me pasó el pasmo inicial y dadas las circunstancias (antecedentes de hipotiroidismo, bajo peso, ¿he mencionado ya mi edad?), me apresuré a pedirle cita a la matrona que, tras tomar nota de todo, decidió enviarme a alto riesgo para curarse en salud. Creo que fue justo entonces cuando una vocecita cojonera en mi interior me susurró que aquello no iba a terminar bien. Instinto. Intuición. Llamadlo como os de la gana. El caso es que desde aquel día empecé a esperar el momento en que todo se iría a la mierda…

Los de alto riesgo me llamaron en seguida. No sé muy bien qué esperaba de ellos, pero desde luego no lo que me encontré. La gine que me atendió cuestionó la decisión de la matrona y me advirtió que en cuanto pasara el primer trimestre me mandaría de vuelta  a atención primaria cagando patatillas. A parte de pesarme y tomarme la tensión, ni se molestó en echarme un vistazo. Eso sí, me puso medicación para el tiroides, pero con mucha desgana, en plan: «Todas sois iguales. Os sale el tiroides un poco alto y ya estáis aquí haciendo fila, con lo supernormal que esto, por Dios» y me citó directamente para la eco de las 12 semanas. Eso fue todo. Que digo yo que menos mal que se llama «alto riesgo» porque si llega a ser «riesgo normal» ni entro por la puerta…

Quizá para intentar acallar la desazón que crecía en mi por momentos le pedí cita a mi antigua gine, a la que no veía desde el Embarazo de Tulga. Me la dio para el 23 de junio. No llegué a acudir.

Una semana antes me desperté a las dos de la mañana con dolor en la zona de los riñones. No parecía nada muscular, ni se calmaba aunque cambiara de postura, eran pinchazos constantes que no auguraban nada bueno. Al día siguiente, después de dejar a las niñas en el cole, me fui a urgencias con la loca esperanza de que me atendieran pronto y de que todo fueran paranoias mías. Después de tres horas de espera, la doctora que me tocó en gracia decidió que lo mío era un cólico al riñón y ordenó un análisis de sangre y de orina. Yo intenté convencerla de que era otra cosa, le pedí que me mandara directamente a ginecología, pero no hubo forma. Esperé otras dos horas el resultado de los análisis, con una vía puesta en el brazo por la me metían paracetamol a chorro («Claro, como estás embarazada no puedo ponerte otra cosa, hija». Si será culpa mía y todo…) y al final resultó que tenía el riñón como los chorros del oro. La doctora estaba estupefacta. «Si es que está todo normal», me dijo. Pues claro, cojones, porque no me pasa nada en los riñones. Si me hubieses escuchado hace 5 horas, lo sabrías, pero es mejor seguir el procedimiento. Me mandaron por fin a gine, a una sala de espera de la que yo tenía muy malos recuerdos. Había otra chica allí con su pareja llorando ya lo inevitable. El costillo salió de trabajar y vino a hacerme compañía. Hacía calor y no funcionaba la máquina expendedora para comprar un poco de agua, pero no nos atrevíamos a movernos por si nos llamaban. Un buen rato después se asomó por allí una enfermera, pariente de la chica que lloraba, y le dijo que la gine de urgencias se había metido a quirófano y que tenía para rato. No me lo podía creer.

En vista del panorama mi marido fue a buscar a la Mayor al cole (la Pequeña estaba ya con los abuelos) y a la vuelta me trajo una botella enorme de agua para no morir deshidratados. Eran casi las cinco de la tarde cuando por fin me llamaron a consulta. Entre sola. El costillo se quedó en la sala de espera con la Mayor, que se aburría soberamente y no tenía ninguna necesidad de ver lo que iba a suceder a continuación con su santa madre. Después de tanta espera entré en una consulta abarrotada. Además de la doctora y la enfermera había tres estudiantes  de diverso sexo, que ni se molestaron en saludar, aunque charlaban animadamente entre ellos, mientras se pasaban unos a otros mi escuálido historial de urgencias. Me desnudé de cintura para abajo y me tumbé con las piernas abiertas en el potro de tortura que llaman mesa de exploración. La gine empezó a hacerme una ecografía detallada, explicando punto por punto lo que iba haciendo, los botones que iba pulsando y las zonas en las que había que aplicar más o menos presión. A mi no me decía ni pío. Sólo hablaba con los estudiantes. Después de un buen rato le pasó el ecógrafo a uno de ellos y le obligó a repetir todo el proceso. Se me escapó una lágrima silenciosa y la enfermera, la única que me prestaba algo de atención (los demás miraban mi útero, pero a la señora espatarrada ni caso), me susurró: «Tranquila, terminan en seguida».

Después de un cuarto de hora de hacerme daño en lo más íntimo, la gine me espetó: «Ya te puedes vestir» y corrí al baño a ponerme las bragas. Cuando volví al despacho aún se tiró otros cinco minutos rellenando el informe antes de levantar la mirada y sentenciar: «El embarazo lleva un pequeño retraso ¿Seguro que tu última regla fue en esta fecha?». Se lo confirmé. «Pues nada. Te cito dentro de una semana para ver si la cosa evoluciona, pero si empiezas a sangrar te vienes otra vez por aquí. Adiós».

Me quedé quieta un segundo, sin saber si realmente tenía que irme y al final miré a la enfermera. «Ven que te quito la vía», me dijo con dulzura «Así no tienes que pasar otra vez urgencias y te puedes ir a casa». Le di las gracias llorando, respiré hondo un par de veces y salí. Supe con certeza en ese momento que había perdido al bebé. Aún seguía dentro de mi, pero ya no estaba. Eso fue el jueves. El sábado empecé a sangrar. No era nada escandaloso: una gotitas como el principio de una regla, pero como me habían dicho que si veía sangre volviera al hospital eso hice.

Llamé a mi amiga L. para que se quedara con las niñas y luego el costillo y yo enfilamos para urgencias. Esta vez la espera fue menor, entre otras cosas porque me enviaron directamente a ginecología, cosa que agradecí en extremo. El médico de guardia tenía mi historial delante, pero no leyó. Se limitó a preguntarme todo de nuevo: fecha de última regla, antecedentes reproductivos, motivos de la visita anterior… y cada palabra que pronunciaba era como una losa en mi corazón. Me hizo otra eco. Nada había cambiado y el sangrado era muy leve, así que me sentó en la silla y me comunicó que perder algo de sangre era de lo más normal al principio de un embarazo, que le pasaba a muchísimas mujeres y que no debía preocuparme (traducido al cristiano: «¿para qué vienes a molestar?»). Me recomendó reposo relativo (nada de sexo, esfuerzos o ejercicio, pero vida normal, que tampoco es para tanto, ¿eh?) y volver solo si tenía fiebre, dolor intenso que no se pasara con parcetamol o una hemorragia. Volvimos a casa.

Mi marido avisó a sus padres en previsión de lo que se avecinaba y se personaron en casa aquella misma tarde, porque aunque en el hospital trataban el tema como una banalidad, los dos sabíamos que era cuestión de horas. La madrugada del domingo al lunes Tulga se despertó llorando por una pesadilla. Me levanté a consolarla, la metí de nuevo en la cama y al ponerme de pie noté que algo líquido y caliente me chorreaba pierna abajo. Fui al baño corriendo y al dar la luz vi que tenía una hemorragia del copón. Llevaba puesta una compresa de las grandes pero la sangre la había desbordado y goteaba por el suelo del pasillo, del baño y del dormitorio. Me lavé, me cambié, me puse otra compresa, súper noche plus, tamaño pañal y me tumbé en la cama, con los ojos como platos, dispuesta a esperar. No quería que me volvieran a acusar de ir a urgencias por «unas gotitas de sangre de lo más normal en cualquier embarazo». Si me daba otro paseo al hospital sería por una buena razón. En las siguientes tres horas me cambié tres veces de compresa y cada vez que me sentaba en el váter notaba unos coágulos gigantescos escurriendo de mi interior de la forma más desagradable posible. Aún así seguí esperando, para ver si aquello remitía, si era algo más que un capricho mío o si merecía la pena «preocuparse». En vista de que la hemorragia no paraba y de que empezaba a marearme, sobre las cinco y media de la mañana desperté a mi marido, le expliqué la situación y nos fuimos a urgencias. La sala de espera estaba vacía. La nueva gine que me atendió (tres médicos distintos en cuatro días) me hizo repetir la perorata de siempre: fecha de última regla, antecedentes reproductivos, bla bla bla… no sé para qué escriben doscientos mil informes al día si luego nadie lee nada! En la ecografía el saquito gestacional se había desplazado un poco hacia abajo, arrastrado por la sangre, pero como a) después de cinco horas, la hemorragia había remitido y b) el saco seguía dentro, la doctora dijo que aquello era una «simple» (palabra textual que llevo grabada a fuego en el alma) amenaza de aborto, que volviera a casa y siguiera haciendo reposo relativo. Creo que se me escapó algo así como: «Vamos, como la otra vez…», con tono ligeramente borde, porque la gine recalcó en el informe que había informado a la paciente que debía volver en caso de: hemorragia, fiebre, etc. y que yo había comprendido las instrucciones. No fuera que encima me diera un payá y la denunciara…

Había decidido que, pasara lo que pasara, me iba a quedar en casa hasta la revisión que tenía marcada para el jueves. Ya estaba harta de todo y quería un poco de intimidad. Continué sangrando con más o menos intensidad durante todo el día y el martes por la tarde empecé a notar un dolor diferente, un dolor rítmico que conocía muy bien, el dolor de las contracciones, solo que a pequeña (pequeñísima) escala. Me fui al baño y allí, sentada en el retrete, dejé que saliera el saquito gestacional. Era muy chiquitito, de a penas 2 centímetros, y no me atreví a abrirlo. Lo envolví cuidadosamente en papel higiénico, le susurré adiós a mi bebé y lo tiré al váter. Para mi sorpresa no sentí ganas de llorar. Estaba anestesiada, como si aquello le estuviera pasando a otra persona y yo solo estuviera allí, mirando, sin acertar a reaccionar. Seguí en ese estado hasta el jueves, cuando acudí al hospital acompañada del costillo para la eco que tenía programada. La doctora confirmó que el aborto había sido limpio y completo y que todo estaba en orden. Fue la primera, de todos los ginecólogos que me habían atendido esa semana, que me dijo: «Lo siento muchísimo». La miré sin saber qué decir. Me sentía vacía. Sin nada que ofrecer.

Estuve de baja dos semanas. Mi médico de cabecera a raíz del resultado de mi analítica, me hizo tomar hierro en cantidades industriales y continuar un mes más con la medicación para el tiroides. A principios de julio volví al trabajo y la vida siguió su curso. Hasta hace unos días.

Una noche, mientras cenábamos, mi marido hizo un comentario inocente sobre la película que estábamos viendo, algo sobre que lamentaba no tener un hijo varón que heredara sus cosas de «hombre» y de repente algo se rompió en mi interior. Fue como si por fin despertara tras un largo sueño y todo el dolor que no sabía que tenía dentro se derramara de forma incontrolable. Me di cuenta de que había perdido a otro hijo, de que era reincidente… y empecé a llorar. Lo hice durante casi una hora en mi cuarto, lejos de todos y sin que nadie se enterara y al día siguiente, después de más de un año, volví a este blog. He dejado aquí toda la historia, para que no se pierda, para no olvidarme de ella, para compartir esta pena y dejarla atrás. Porque nadie debería pasar por esto dos veces. Porque nadie debería ser reincidente…

Segundas oportunidades

Muy de vez en cuando, una vez cada seis años bisiestos, la vida te da una segunda oportunidad. Es algo muy raro, casi absurdo, como encontrar sitio para aparcar  a la primera una tarde de lluvia en la que tienes prisa o que caiga en el examen el único tema que te has estudiado. Porque, no nos engañemos, por mucho que insistan las pelis de sobremesa, si una puerta se cierra, normalmente lo hace a cal y canto y a prueba de cerrajeros… Por lo menos esa era mi experiencia. Hasta ahora. Hasta el pasado mes de mayo.

Y es que, a dos días de que me viniera la regla, me levanté una mañana con las tetas como melones y una que ya está bregada en estas lides, empezó a comerse la cabeza. A ver. A ver. Echemos cuentas. Hace como dos semanas me bebí media botella de vino y cuando el costillo pidió guerra se la di de buen grado y sin condón ¿Sería posible? Con la mierda de ciclos que tengo, ni la mejor pitonisa del mundo sería capaz de averiguar cuándo estoy ovulando, como para saberlo yo… Que no, hombre, que no. Que seguro que son imaginaciones tuyas. Anda tira para el curro que en cima vas a llegar tarde…

En el despacho no daba pie con bola. Seguía haciendo cálculos y tocándome las tetas periódicamente, incapaz de concentrarme ni dos minutos seguidos, y al final decidí salir de dudas y me fui a la farmacia. Compré un test de embarazo y me metí con él en el baño. Me pareció ver dos rayitas, pero no estaba segura, porque la segunda era más una sombra que una raya. Casi ni se intuía. Volví a mi mesa y guardé el test en el cajón donde estuvo exactamente dos minutos, porque tuve sacarlo para mirarlo otra vez. Lo puse al trasluz, bocabajo, de canto, intentando ver esa segunda línea rosa con claridad, sin conseguirlo. A punto de que me diera un algo, llamé a mi compañera E. y le enseñé el dichoso palito: «Oye, ¿tú qué ves aquí? ¿Hay una rayita o no la hay?». Ella lo examinó con atención y tras un momento de duda me dijo: «Mira, vamos a la farmacia y compramos uno de esos en los que te lo dice claramente, con todas las letras, y así nos dejamos de historias». Eso hicimos.

No sé cómo conseguí volver a hacer pis con los nervios (y las pocas ganas) que tenía, pero lo hice y las dos esperamos a que el test electrónico diera su veredicto. Creo que fue el minuto más estresante que he vivido en el trabajo en toda mi carrera. Al final en la pantalla digital salió: «Embarazada, 1-2 semanas» ¡Toma ya! No sabía si reír o llorar. Era lo que más deseaba en el mundo, pero el costillo me había dejado claro que no quería más hijos. Habíamos pasado una época difícil, en la que me había faltado una pizca así para hacer las maletas y dejar nuestra relación de forma definitiva y ahora que por fin habíamos recuperado la normalidad pasaba esto ¿Cómo cojones se lo iba a decir?

Llegué a casa temblando como un flan, con el test en el bolso cual tesoro pirata, y en cuanto tuve la más pequeña oportunidad se lo enseñé. No sabía qué esperar. Quizá una bronca. Una pelea. Desde luego no lo que vino a continuación. Mi marido sonrió y dijo: «¡Qué bien! ¿Se lo decimos a todo el mundo?». Nos abrazamos con fuerza, nos besamos y fuimos felices como no lo habíamos sido en meses, con felicidad pura y compartida. Felicidad de la buena.

Segundas oportunidades.

Un mito.

Un espejismo.

La mía duró, exactamente, ocho semanas.

Perdí el bebé a finales de junio y esta vez no hubo frases esperanzadoras (y de mal gusto) del tipo: «Eres joven, ya tendrás otro», sino más bien todo lo contrario. «Ha sido lo mejor», «Quedaros como estáis», «Ya tienes una edad», «Mejor así». También hubo malas caras y diez horas de espera en urgencias hasta que la gine encontró un hueco para echarme un vistazo, mucho desdén y nula empatía por parte del personal sanitario y la sensación general de que había ido allí a molestar y dar por saco, más que a que me atendieran.

Lloramos los dos. El duelo fue compartido y eso me ayudó bastante. Físicamente lo pasé peor que cuando tuve mi primer aborto. Estaba muy débil, muy delgada (me avergüenza decir que mi índice de masa corporal no llegaba ni a 17 en aquel momento) y había sufrido una buena hemorragia. Con la tensión por los suelos (en el  hospital ni me la encontraban) y una anemia galopante, pasé un par de semanas en las que a penas me tenía de pie. Nos consolamos el uno al otro, dijimos «adiós» a nuestro bebé y en cuanto me tuve derecha volví al trabajo.

La vida no da segundas oportunidades. Debería saberlo.

Y ahora, casi cuatro meses después, cuando ya sabría el sexo de mi tercer hijo y estará sacando las cosas del trastero, recuperada por completo del trauma físico y emocional de aquellos días, justo ahora, he decidido subirme a un taburete y gritarle a la vida que me la sopla. Que me da igual. Que no necesito sus segundas oportunidades. A ver si se da por enterada y me deja en paz un rato.

 

Crónica de un cierre anunciado

Esto se veía venir. No nos engañemos. Llevo un año regular tirando a mal, haciendo malabares al borde del abismo con mis emociones, mis deseos y la puta realidad. Pensé que la cosa mejoraría y me sentiría mejor, que dejaría de notar un vacío en el estómago cada vez que me deshiciera de un biberón o de un vestido que se ha quedado pequeño. Pero no.

En la última semana he tenido que lidiar (sin mucho éxito) con las fotos que los amigos del Costillo cuelgan de sus bebés en el grupo de wasap, con el anuncio del segundo (y del tercer!!!!) embarazo de otro par de parejas conocidas (y muy queridas) y con la visión de cuatro barrigas repentinas entre las madres del cole, y ha sido superior a mi. Me siento mezquina por ser incapaz de alegrarme, por llevar diez días con ganas de llorar, fingiendo buen humor y sonrisas y, en estas circunstancias lo último que me apetece es encontrar más de lo mismo en el mundo 2.0.

Así que cierro el chiringo.

Definitivamente.

O por lo menos hasta que entre en la menopausia y se me pase la tontería.

Dentro de 15 días cumplo 39 años y no tengo la más mínima gana de celebrarlo y eso es un problema porque a mi, en realidad, me molan los cumpleaños. Me gustan los regalos sorpresa, las tartas de manzana, soplar las velas y ser el centro del microuniverso que formamos (familia, amigos, compañeros, vecinos) durante unas horas al año. Sin embargo, lo único en lo que puedo pensar es en que me hago vieja, en que estoy rozando la cuarentena y cerrando un ciclo que no quiero cerrar… y me ahogo en mi propia angustia y en las lágrimas que no derramo, cual Alicia en el País de las Maravillas.

Mi amiga M. se dio cuenta de todo en cuanto leyó el post que compartí de Una madre molona y me aconsejó que hablara con el Costillo, que le explicara cómo me siento, pero eso resulta inviable. Precisamente, una de las razones por las que abrí este blog fue porque hay cosas que a mi compañero de fatigas no solo le importan un pimiento, sino que le hacen sentir incomodo y molesto.  Entre ellas las emociones.

En esta casa está prohibido sentirse triste, enfadarse o llorar y si te pones a ello, hay que hacerlo con mesura, sin gritos, ni aspavientos. Ah, y durante un tiempo concreto y limitado, porque no es de recibo pasarse una semana como alma en pena por una minucia. Que peor están en Siria, hombre. Y a picar a una mina te mandaba yo para que te quejaras por algo…

No puedo decirle que mi cuerpo y mi alma desean otro bebé. No puedo decirle que no soy feliz ni voy a serlo en una temporada. No puedo decirle que no estoy contenta, que me siento ignorada, que creo que presta más atención a otras personas que a mi, que hay cosas que, sencillamente, no comento con él porque no quiero ver esa mueca de fastidio que pone siempre que hablo de algo que no le gusta.

En este pequeño espacio virtual he sido más yo misma que en mi casa. He hablado de cosas que me preocupaban, que me interesaban, que necesitaba expresar. El Costillo conoce la existencia de este blog, y aunque de vez en cuando le echa un vistazo (sobre todo si me sorprende en pleno post), no es un lector asiduo ni constante. Es posible que tarde dos o tres semanas en leer estas líneas y, para entonces, espero empezar a ser otra persona. Porque sino, estoy jodida…

Me gustaría decir que os seguiré leyendo, pero probablemente no lo haga. Necesito alejarme, tomar perspectiva, asumir, de una vez por todas, que mi etapa de gestar, amamantar y criar bebés ha llegado a su fin. Encontrar mi lugar en el mundo como madre, como mujer y como persona para no pagar mi cansancio y mis frustraciones con quien menos lo merece. No sabéis hasta qué punto os estoy agradecida, la compañía, el amor y el apoyo desinteresado que he encontrado en vosotras (y en vosotros, que no me olvido de mis dos seguidores varones!). A muchas os considero casi amigas, de carne y hueso, y os voy a echar de menos. Han sido dos años y medio interesantes, pero ahora tengo parar… aunque solo sea para coger impulso.

 

 

Mala madre

A veces soy mala madre. Pero mala, mala. Mala de veras. A la altura de Maléfica o de la madrastra de Blancanieves. En ocasiones no tengo ganas de ir al parque ni a la piscina, o me aburro soberamente jugando a las casitas. Hay tardes en las que enchufo la tele a mis hijas mientras toman la merienda y no miro el reloj. También suelo darles gusanitos, tortitas y hasta algún chupa-chus, cuando lo piden y me importa un pepinillo en vinagre si han cenado dos noches seguidas tortilla francesa o bocadillo de pavo.

Al finalizar el día, solo quiero que se vayan a la cama y me dejen cenar tranquila, con las dos manos, sin levantarme 20 veces de la silla, sin compartir mi comida. Quiero ver una película. Leer un libro. Ir al cine. Malamadre. Egoísta.

Confieso que acabo de apuntarme al gimnasio y las dejo dos veces por semana en la ludoteca mientras yo voy a yoga o a pilates. Dos horitas enteras para mi sola, una el martes y otra el miércoles, que me saben a gloria. Y no siento culpa cuando se las encasqueto a la monitora con una sonrisa y un «hasta pronto, corazones», a lo Anne Igartiburu… Bueno, a lo mejor, un poco. Una pizquita de nada. Pero se me pasa comprándoles un zumo en súper de la esquina.

Soy mala madre. Lo sé. Pierdo la paciencia cuando tardan tres horas en ponerse los zapatos o en quitarse el pijama, cuando, después de dos cuentos, la Mayor me pide que le lea un tercero.

Es más: a veces les grito, me paso por el forro la pedagogía de Montessori, la gestión del estrés y la empatía y suelto un par de chillidos dignos de María Callas para que dejen de pelearse, de pintar las paredes o de jugar con el papel higiénico. Las castigo sin Peppa Pig o sin postre y les pido que piensen en lo que han hecho. A la Pequeña la obligo a pedir perdón a su hermana cada vez que le da un mordisco. Soy malvada. No la dejo expresarse libremente. No permito que se hagan daño…

No tengo tiempo (ni ganas) de fabricar elaborados disfraces para cada evento que celebran en el cole o en la guardería (¿El día amarillo? ¿En serio? ¡Venga, ya!) y en un par de ocasiones he olvidado ponerle el chándal a la Mayor el día que tocaba gimnasia. También me he hecho un lío con sus meriendas, he roto la fuente donde preparaba las magdalenas y se me ha pasado alguna revisión del pediatra. Mea culpa.

Soy una madre horrible, imperfecta, que solo cocina por supervivencia y que carece de espíritu de chef y, ya puestos, de espíritu de mártir. Una madre que un día fue mujer y que ahora no recuerda cómo iba eso.

Malamadremalamadremalamadre

He dado el pecho a mis hijas durante un tiempo que unos consideran prolongando y otros insuficiente. He colechado y porteado por comodidad y vagancia. He dado purés y comida en trozos, cereales solubles y potitos. Mis hijas se han caído, se han hecho chichones, arañazos, cardenales y brechas de distinto calado. La Mayor hasta se dislocó un codo. Han estado sanas y enfermas, han echado la siesta en un carrito, sobre una esterilla en el suelo y en un colchón de plumas. Han llorado y se han reído a carcajadas. Su infancia tampoco está siendo perfecta y es por mi culpa, porque no doy el tipo, porque soy mala madre.

Hoy la Mayor entró al colegio contenta y al llegar al patio descubrió que no había nadie en su fila, así que llorando a moco tendido se dio la vuelta y corrió a buscarme, con la cara desencajada por el pavor y el desconsuelo. La consolé lo mejor que pude y como en ese momento llegaba una de sus amigas acompañada de su madre, le dije que volviera dentro con ellas. Yo me fui al trabajo. Llegaba tarde. Lloré también por el camino…

Y ahora me pregunto si alguna vez dejará de ser así, si alguna vez me sentiré orgullosa de cómo estoy educando a mis hijas y dejaré de mirarme al espejo para decirme a mi misma que podría ser mejor. Mejor mujer. Mejor persona. Mejor madre…

Yo tenía un bebé

Yo tenía un bebé. En serio. Hace nada. Era pequeñito, inquieto y bastante fácil de llevar. Prometo que estaba aquí mismo hace un segundo, mirándome con suspicacia desde su hamaquita.

No sé qué ha podido pasar. Me he despistado un momento, el tiempo de un pestañeo, del latido de un corazón y al volverme, ya no estaba.

En su lugar había una niña.

«Esto es un error» pienso «Es demasiado pronto. Venga, el que sea que lo deje y me devuelva a mi bebé». Pero no. Ahí está ella, sonriendo mientras da saltos en la cama. Intentando ponerse sola los zapatos o peinarse el pelo. Exigiendo su propio cepillo de dientes con pasta de verdad, nada de mojado con agua del grifo (WTF, mum! ¿Te crees que no me entero?, que diría Tulga si pudiera.).

Entonces voy y me acerco y compruebo que sí, que le han salido hasta las muelas, que chapurrea mil palabras y construye frases sencillas como «mamá, mira, está aquí». Que le gusta comer huevos cocidos y mojar pan y hasta bebe en baso «de mayores» sin derramar (casi) nada. Sigue pelona y delgada, pero sus piernas son fuertes y le permiten correr, subir escaleras y trepar por los sitios más inverosímiles. Sabe contar hasta 10 (aunque, a veces, se salta algún número) y va por todas partes mencionado el color de cada objeto que se le pone a tiro.

«No puede ser», me digo y entro en su cuarto. Ya no está la cuna. Ahora hay una litera la mar de molona que comparte con su hermana Mayor. En el baño un orinal de hello kitty anuncia en silencio la próxima operación pañal. «¡Qué no, hombre, qué no! ¡Qué es imposible!», le repito al aire. Y entonces me miro los pechos, vacíos y diminutos, sin la exuberancia de la leche, la ropa rescatada del fondo del armario y la que espera, limpia y doblada, para acabar sus días en la caja de la parroquia y me doy cuenta de que es verdad.

Mi bebé no está.

Ha crecido.

Ha cumplido dos años.

Ya es mayor.

Resulta que Tulga se ha convertido en una niña cariñosa y simpática, que hace las delicias de todo el mundo. Reparte besos y abrazos con generosidad e imita gestos y expresiones con una facilidad pasmosa. Es cabezota, rebelde, dulce, graciosa y más lista que el hambre, un peligro en toda regla y el tormento de la Mayor. Aún demanda muchos brazos, sigue obsesionada con mis tetas y para entenderla hace falta un buen diccionario, pero el cambio es radical. Tengo que asumirlo y decirle «adiós» al bebé y «hola» a la niña mayor.

Y es que, hija mía, tal día como hoy, a las ocho y cuarto de la tarde, venías al mundo a toda pastilla, reconciliándome conmigo misma y con el mundo y dándome otra oportunidad para (intentar) hacer las cosas bien. Espero saber aprovecharla…

¡Feliz cumpleaños, mi amor!

Peregrinar a Lourdes

Sólo me falta eso. Lo juro. Porque después de cinco días intentando marcar una cita con la pediatra de mis hijas aún no lo he conseguido. Os pongo en antecedentes:

Tulga lleva dos semanas con diarrea. Alaaaaa, diréis algunas. Pero, ¿por qué no la has llevado antes al médico? Pues porque si me atrevo a molestar al personal sanitario por una simple gastroenteritis, además de perder media mañana, sólo voy a conseguir una bronca del copón y la recomendación de hidratar bien a la niña, cosa que ya estoy haciendo. Así que, decidí esperar a que se le pasara «solo». Siete días después, en vista del éxito, y de que aquello no tenía pinta de virus (la niña tiene apetito, está activa, no tiene fiebre, no vomita. Solo se me descaga viva) el viernes pedí cita por internet. Primer error. Tenía que haber llamado directamente por teléfono, pero claro, yo no sabía lo que se me venía en cima y una en su santa inocencia siguió el protocolo habitual. El sistema daba error todo el rato: metías los datos, elegías la fecha, elegías la hora, pero al darle al ok, salía un cartel diciendo sucintamente «servicio no disponible». De nuevo, porque soy bien pensada y tiendo a considerar al mundo entero bueno por naturaleza, di por sentado que era un problema puntual y opté por esperar al día siguiente y probar de nuevo.
En el entreacto la Mayor tuvo a bien ponerse a tiritar el sábado por la noche y desarrollar una fiebre inexplicable, por eso de darle emoción al asunto. Vale. No pasa nada. Mato dos pájaro de un tiro. Me las llevo a las dos y que les den un repaso. Más intentos fallidos por internet. El fin de semana no atienden al teléfono, hay que esperar al lunes. Bueno, tampoco es para tanto.
Antes de seguir tengo que decir que el sistema de salud público del pueblo en el que vivo requiere realizar un máster de dos años con prácticas en el extranjero para pillarle el tranquillo. Os doy un curso acelerado. Digamos que vivo en Colmenarejo el Pobre,  justo al lado del Colmenarejo el Rico. Mi médico de cabecera está allí, pero la pediatra de las niñas está en el otro pueblo. Ambos ambulatorios, a su vez, dependen del centro de salud de Villapepino, ciudad sita a unos 15 kilómetros de Villapomelo, y es a ese centro al que tenemos que acudir para realizar las analíticas y cualquier consulta de urgencias, así como las visitas a la matrona. Eso sí: las urgencias pediátricas o de lactantes menores de 6 meses, directamente a pediatría del hospital comarcal, para ponértelo fácil ¿Os ha quedado claro? Ya. A mi tampoco. El caso es que el lunes a primera hora volví a llamar al ambulatorio de Colmenajero el Rico sin conseguir nada. El teléfono sonaba y sonaba sin que nadie lo atendiera y la web continuaba sin permitirme operar. Como soy una mujer de recursos, busqué el número del centro»madre» de Villapepino y allí sí, a la tercera, conseguí hablar con una dulce señorita que me informó que mi pediatra estaba de vacaciones hasta septiembre y , como no había recursos para enviar un sustituto, el ambulatorio permanecería cerrado hasta su vuelta. Con un par. «Pero yo tengo a las niñas malas, ¿dónde las llevo?», pregunté con hilillo de voz. «Ah, no se preocupe dígame los nombres que le doy cita para pediatría en Villapomelo». Anoté la hora, las 9:20 del día siguiente y lo di por hecho. Segundo error.

El martes, a las nueve menos cinco, las niñas y yo entrábamos en el centro de salud de Villapepino. Suelo llegar antes de la hora, porque si alguien falla, llaman al siguiente y tenía la loca esperanza de poder colarme y no aterrizar demasiado tarde en el trabajo. Esperamos un buen rato,  con mis gremlis corriendo por todos lados y cagándose (literalmente) a pares. La verdad es que no lo estaba llevando mal del todo hasta la pediatra llegó por fin a su consulta y empezó a llamar a la peña. Pasaron por delante cuatro niños y a las 9:45 nos quedamos las tres solas en la sala de espera. «Bah, ahora sí. Ahora ya nos llaman», pensé yo. Pero no. Salió la enfermera y preguntó por un tal José Carlos, que evidentemente no estaba y luego volvió a meterse en su garita sin más. Esperé otros cinco minutos y al final, ya con la mosca detrás de la oreja, decidí llamar y entrar en el despacho. «Oiga teníamos cita a las 9:20». Resoplido. «A ver cómo se llaman». Se lo digo. «No están en la lista» «¿Cómo que no? Pero si llamé ayer por teléfono y me dieron cita para ambas» «Pues no están, mira» y me enseña la pantalla del ordenador. En ese momento, a la pediatra se le encendió la bombilla y me preguntó «Pero tú, ¿vienes a consulta o a revisión?» «A consulta» «Ah, pues entonces no. Ahora solo hay revisiones, las consultas son en Villapomelo». A mi se me quedó cara de Chiquito de la Calzada «¿¿¿¿¿Comoooooooor??????» «Sí, mira esto es Villapepino (por si no te has dado cuenta), como está cerrado el chiringo de Colmenarejo el Rico, han concentrado las consultas una semana allí y otra aquí y esta semana toca allí» «Pero, pero…» «Nada, vete a Villapomelo y, si no tienen mucha gente, a lo mejor te atienden aunque se te haya pasado la cita».

Justo en ese segundo, a las 10:04 de la mañana del martes, se me pasó el pasmo y me entró el cabreo.

«Vamos a ver, ¿me está diciendo que tengo que ir de peregrinaje con estas dos al quinto pino a ver si, por casualidad, dentro de un par de horas nos atienden? Pero si aquí no hay nadie …» «Ya, lo que pasa es que ahora solo hay revisiones. Ve a Villapomelo» «Pues va a ser que no, hermosa, porque hace una hora que tendría que estar en el trabajo y no voy a seguir paseándome por toda la provincia a ver si suena la flauta» y con un «Me cago en la Puta de Bastos», dicho por lo bajini, cogí a mis hijas, las metí en el coche y nos largamos cagando virutas.

Que sí. Que la culpa es mía, por haber oído «Villa…» y no fijarme si era «pepino» o «pomelo», pero todo el proceso resulta tan kafkiano que mientras conducía de vuelta me dio la llorera de pura impotencia. Sé que el sistema de salud está saturado, que ha sufrido recortes, que no se cubren las bajas y que falta material y mano de obra, pero si al final tengo que ir a urgencias del hospital con algunas de mis hijas el coste será todavía mayor para la seguridad social. Y todo, absolutamente todo, se podría haber arreglado con un poco de buena voluntad por parte de alguien: del político que decide no dejar sin atención primaria a un montón de niños durante mes y medio cubriendo las vacaciones de mi pediatra, la dirección del centro de salud advirtiendo a los usuarios con un poco de antelación de la situación (En serio. Me hubiese bastado con un simple cartel pegado en la puerta), la pediatra de Villapepino atendiendo a mis hijas en su consulta vacía o, por lo menos, llamando al ambulatorio de Villapomelo para asegurarse de que nos reciberan…. Algo. Lo que fuese. Pero no.

Y repito que la culpa es mía por no anotar bien el nombre. Por ni si quiera imaginarme que podría haber una cuarta ciudad implicada en la ecuación de nuestra rutina de salud. Que parece mentira.

Así que al final he vuelto a llamar y tengo cita para mañana a las 9:50. La Mayor ya no tiene fiebre, pero Tulga aún se va de bareta, así que la llevaré a ella.

Y luego, me iré a Lourdes.

 

 

No parece que seas madre

Así, tal cual. Fue lo primero que soltó una antigua compañera de trabajo que llevaba una buena temporada sin verme al encontrarnos esta mañana. «Si es que estás muy delgada», añadió a modo de explicación. Yo le dediqué una sonrisa congelada y me apresuré a cambiar de tema. Pa qué liarla, pensé para mí. Y así transcurrió la mañana.
Sin embargo, por la noche, tras un largo día poniendo lavadoras, haciendo camas, recogiendo juguetes y limpiando culos, me detuve dos segundos delante del espejo y me cabreé. Como una mona. Por que, vamos a ver: ¿dónde cojones está grabado en piedra el estereotipo físico de la maternidad? ¿Por qué nos torturan (y nos torturamos) con unos ideales de belleza imposibles, solo al alcance del photoshop?

venus frente

La Venus de Willendorf, o según mi compañera, yo después de dos partos

Estoy flaca. Mucho. Quizá hasta el exceso. Y además, tras dos lactancias que suman juntas dos largos años y medio mis pechos son ahora inexistentes, ridículos, con pezones diminutos y arrugados. Vamos, que da pena verlos. A pesar de mi delgadez (me puedo contar las costillas una a una y pellizcarme el hueso del esternón sin demasiado esfuerzo), tengo celulitis en los muslos y en el culo y el vientre fláccido y con medio metro de piel sobrante. Ya puedo hincharme a hacer abdominales, hipopresivos o el pino puente con las orejas, que o paso por el quirófano o eso va a seguir ahí hasta el fin de los tiempos. Con un vestido disimulo, pero en bikini no hay por dónde cogerme. Y desnuda ni te cuento. Y, a pesar de todo, soy madre. Tengo dos hijas hermosas y lozanas, de piel morena y pelo rubio, como princesas indias, que pululan las 24 horas del día a mi alrededor.

Y también es madre mi vecina que no esconde la barriga plagada de estrías tras su primer embarazo. O mi amiga que engordó 20 kilos con el segundo y sigue con 10 puestos encima un año después. O aquella otra a la que dejaron el suelo pélvico hecho unos zorros por una mala praxis y todavía lucha contra las pérdidas de orina. Y la Pataky que en dos semanas ni se notaba que había parido mellizos. Todas somos madres, tengamos el aspecto que tengamos, y las marcas, las secuelas o el cuerpo de diosa griega naciendo de una concha en el océano que se nos haya quedado es lo de menos. Yo me cuido poco, lo justo, aunque en breve retomaré el yoga y el gimnasio, pero intento comer bien, me muevo mucho (correr detrás de dos niñas debería considerarse deporte olímpico) y trabajo todos los días (sí, aún no me he ido de vacaciones ¿se nota?). Me gusta predicar con el ejemplo y en casa hay mucha fruta, verdura, yogures y repostería casera cuando el tiempo lo permite. A pesar de ello estoy delgada. Y tengo defectos. Y no necesito que nadie me diga que no parece que soy madre.

Gestión de crisis II

A veces, cuando termina el día, me siento (o me desplomo) en el sofá y me digo: «Olé tú, hermosa. A este ritmo te van a nombrar casco azul honoraria con extraplusquetecagas en resolución de conflictos». Luego me quedo frita, of course, con la boca abierta y la babilla colgando, lo que le resta heroicidad a la pose (en especial si compartes el susodicho sofá con tres muñecas, media docena de platos y cucharas de juguete y una pelota de Peppa Pig rebozada en caramelo). El caso es que la maternidad te da muchas alegrías y todo lo que quieras, pero hay momentos, amigas, en los que a una le apetecería estar en cualquier otro sitio, mayormente en el Caribe, en vez de donde se encuentra en ese momento. Os pongo tres ejemplos:

  1. El pasado invierno una amiga decidió enviarme un paquete para las niñas ¡Qué bien! ¡Qué emoción! El problema es que yo trabajo por las mañanas – que es cuando pasa el cartero – y en vez de un paquete, lo que me dejó en el buzón fue un aviso para que fuera a correos. «Sin problemas», pensé, «Tampoco puede ser tan difícil». Yo no lo sabía, pero en ese momento, el Destino se estaba preparando un bol de palomitas, dispuesto a descojonarse de risa un rato. Por bocachancla. Montamos una pequeña excursión familiar para ir a correos: el costillo, yo, las niñas,el perro y el carrito, todos en el coche para cubrir los 12 kilómetros que separan el pueblo de la ciudad. Aparcamos dónde pudimos (bien lejos, por cierto) y mientras mi marido se llevaba al perro a dar un paseo con un amigo, yo fui con mis hijas a correos. Primer error. No recordaba que la entrada de mi oficina tenía un magnífico tramo de escaleras, sin rampa ni nada que se le pareciera, que me hizo sentir como en el cuento del granjero que quería cruzar el río en una barca con un lobo, una gallina y un saco maíz… ¿Cómo cojones lo hago sin que se me coman la una a la otra? Le dije a la Mayor que subiera, bajé a la Pequeña del carrito, subí el carrito, y luego regresé por Tulga que empezaba a llorar con desconsuelo. Bueno, ya está, les aseguré, vamos a coger el paquete y nos vamos al parque. Despiporre general. Algarabía. Y entonces, tras la espera pertinente, me dan el paquete. Segundo error. Aquello no había por dónde cogerlo. Medía un metro y medio de largo y unos cincuenta centímetros de ancho (las niñas han usado la caja hasta antes de ayer como avión/barco/coche de carreras. No digo más). Ni haciendo un tetris digno de Gasparov podía meter semejante bulto en la rejilla del carrito, y puesto que no pesaba, decidí que lo mejor era engancharlo por un costado a la presilla de la bolsa y tirar de él como buenamente pudiera. Ahora solo quedaba bajar la escalera: niña, carrito, paquete, niña… Ale. Vamos al parque. Pero no iban a ponermelo fácil. La Pequeña quería ir caminando como su hermana y como yo no podía controlarla con los coches, los semáforos y el paquete, me negué a bajarla. Qué bastante tenía ya. Montó un pollo del 14, llorando a grito pelado por toda la calle, mientras arrastraba mi impedimenta como podía por las cuestas llenas de baches camino del parque. Para colmo un par de señoras de cierta edad  me paran en mitad de la acera y me dicen muy serias: «Oye, el niño (cambio de género garantizado con mi pelona) está llorando, ¿lo sabías?» ¡¡¡¡¡Pues claro!!!!!! No estoy sorda ¿Pero qué mierdas os pensáis? Por fin llegamos al parque, un lugar amplio, despejado, con cienes y cienes de columpios y otras maquinarias del infierno pensadas para la distracción y descalabre de los más pequeños y yo, sudando la gota gorda, solté a las fieras esperando encontrar cinco minutos de paz. Ni de coña, claro. Nada más poner los pies en el suelo de goma, la Mayor me miró muy seria y declaró: «Mamá, quiero hacer caca» ¡Mierda! (nunca mejor dicho) ¿Y qué rayos hago yo ahora? Miré a mi alrededor y sólo vi a un montón de niños con sus padres dando saltos en una explanada limpia y sin un arbusto tras el que resguardarse. De pronto recordé que a la entrada había uno de esos baños públicos que funcionan con una moneda de 20 céntimos y que parecen un módulo de la Estación Espacial Internacional caído a la tierra. Volví a meter a Tulga en el carrito (que se resistió cual anguila eléctrica), enganché el dichoso paquete y eché a corre con la Mayor en dirección al váter. Tercer error. No sé si habéis usado alguna vez este tipo de instalaciones, pero una vez que echas el duro y se abre la puerta, ésta se cierra automáticamente tras de ti, encendiendo las luces y dando intimidad al usuario. Por su puesto, yo no podía dejar sola a mi hija de cuatro años recién cumplidos en aquel chisme, sobre todo ¡porque después no iba a saber salir! Así que haciendo auténticos juegos malabares, logré trabar la puerta con el paquete, aparcar el carrito (del que Tulga se las había ingeniado para escurrirse) y meter dentro (a oscuras) a la Mayor para que hiciera «de vientre», como dicen las abuelas. Cuando media hora después apareció el padre de las criaturas con el perro y su amigo estuve a punto de desmayarme de la emoción…
  2. Antes de pasar al segundo episodio quiero dejar constancia de mi rutina diaria, eso que hago de lunes a viernes, a veces medio dormida y sin prestar demasiada atención a los detalles. Salgo de casa a las 8 de mañana, dejo a la Pequeña en la guardería del pueblo y enfilo la autovía con la Mayor hasta la ciudad. Dejamos el coche en un parking concertado con mi empresa, que está a unos 12 minutos andando del colegio de mi hija y donde no suele haber problemas de plaza, al menos que llegues pasadas las 10, cuando cuelgan el cartel de «completo». Como los niños de infantil salen a las 13:50 y a mi no me da tiempo a llegar, la madre de otro niño recoge a mi princesa y me espera los minutos que hagan falta en la puerta del colegio. Además, porque ella es así de simpática y agradable, nos ahorra el paseo hasta el parking y nos acerca en su coche ¿Fácil, no? El problema viene cuando, por cualquier motivo, una se sale de la línea… Y siendo madre te acabas saliendo sí o sí. Aquel día se nos hizo tarde porque teníamos cita con la pediatra a primera hora y cuando quisimos llegar a la ciudad eran cerca de las 10. Para no atrasar más la cosa, y consciente de que ir al parking a aquellas horas era un viaje perdido, decidí dejar el coche al lado del cole, en zona azul. Puse todas las monedas que tenía en el parquímetro, dejé a la niña en clase pidiendo mil disculpas a la profesora por interrumpirla y corrí (literalmente) hasta mi despacho. «Vale, guapa, recuerda que dentro de dos horas tienes que ir a echar otro par de euros en el chistófano», me dije mientras encendía el ordenador. Y eso fue todo ¿Os acordasteis vosotras? Ya. Pues yo tampoco. A las dos, flotando feliz en mi inercia, fui a buscar a la Mayor, que hacía carreras con el hijo de mi amiga en un parque cercano, nos subimos en su coche y nos bajamos en el parking contentas y felices. Sin embargo, cuando fui a echar mano del tiquet para pagar no lo encontré por ningún lado. Me salí de la fila, puse el bolso bocabajo y a punto estuve de ir hasta el coche a ver si lo había olvidado dentro. Justo entonces, mientras llamaba al ascensor, me acordé ¡La zona azul! Me cago en mi puta calavera… Llevé a la Mayor al trote de vuelta al colegio, mientras ella preguntaba cada dos pasos: «Pero mamá, ¿por qué volvemos? Si ya se han ido todos los niños…». Y sí: allí estaba. Mi coche. Y la multa, claro. Una multa que me cascaron, por lo que pude leer, por 10 míseros minutos. Porca miseria
  3. Y ya para terminar quiero contaros mi última mañana de lunes. El primer día de la semana ya de por sí suele ser estresante pero este se ha coronado por todo lo alto. Tengo que decir que mis suegros están en casa, de visita, lo que altera ligeramente nuestras rutinas (entre otras cosas porque el cuarto de invitados suele estar colonizado por la plancha y tres montañas de juguetes que ahora se encuentran apiñados en los espacios más inverosímiles). Todo empezó a las 6:30 de la mañana, así, con alegría, cuando Tulga decidió que ya había dormido bastante y que lo sentía mucho si yo opinaba lo contrario. Bastante mosqueada me levanté de la cama, le cambié el pañal y me desnudé para meterme en la ducha. Nada más salir, y todavía en pelota picada, mi hija la Pequeña se empeñó en hacer pis en el váter. Vale. No hay problema, ponte aquí corazón… Pero no. Tenía que ser en el baño del pasillo, en el que usan mis suegros, y allí que fue con el culo al aire, mientras yo la perseguía como mi madre me trajo al mundo y chorreando agua. Joder. Ahora solo falta que se levante mi suegro… Recurriendo casi a una llave de yudo, logré ponerle de nuevo el pañal y aproveché un despiste para terminar de secarme y encasquetarme la ropa interior. Acababa de meter el dedo en el bote de crema cuando apareció la Mayor con los ojos legañosos. La envié al baño a hacer pis mientras Tulga se subía al regazo de su padre, despierto con tanto jolgorio y le obligaba a sentarse en la cama de su hermana, para leer un cuento. Venga. Bah. Esta es la buena, pensé, ahora puedo vestirme… Pero no. La Mayor volvió del baño desnuda de cintura para abajo y con cara compungida. Debía ser el Día Internacional del nudismo y yo sin enterarme…. «¿Qué te pasa, cariño?» «Que me he hecho pipí en el pijama…» «Pero ¿dónde? ¿Camino del baño?» «No en la cama…». Volé a su cuarto, levanté a padre e hija y tiré con fuerza del edredón para descubrir que sí, que efectivamente, se había meado en la cama. Bueno, calma. Quité las sábanas, vestí a la Mayor, terminé de vestir a la Pequeña y al volver al dormitorio descubrí que mi marido se había encerrado en nuestro baño. Olé tú. Bajamos a desayunar, yo sin peinar y a medio encremar, y con una mala leche que me la pisaba. No había dado ni medio mordisco a la magdalena cuando Tulga se levantó, se quitó (OTRA VEZ) el pañal y corrió al baño al grito de «Cacaaaaa». Fui con ella, claro, para asegurarme de que no metía el vestido en el orinal más que nada, y tras 10 minutos de reloj sentada allí, canturreando con alegría, dijo: «No sale» y se levantó. Fui a buscar un pañal limpio. Tardé 5 segundos. Puede que cuatro. Y cuando volví se había hecho caca en el suelo. Como además está superestreñida aquello era un conjunto de bolitas duras como piedras, desperdigadas por todos lados, ante cuya visión mi Mayor exclamó: «Mira mamá, Tulga ha cagado aceitunas!!!!!». Yo no sabía si reírme o llorar. Si es que para mi el trabajo es un remanso de paz…

Lo dicho. Me van a hacer Casco Azul honoraria. Con máster en resolución de conflictos. Y si no, al tiempo…

«Te vas a hacer un estropicio» y otras perlas de madre

Lo confieso: a veces empleo con mis hijas el tipo de frases lapidarias que antes de ser madre jamás pensé usaría ¿Alguna vez, en vuestro lejano pasado prematernal  dijisteis «nunca voy a hacer/decir/dejar de hacer lo que sea cuando los churumbeles lleguen a mi vida? Yo sí, y ahora la vida me ha dado un «zasca» en toda la cara, por bocachancla.

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Mira, este «Zasca» no lo había pensado…

Y es que el otro día me sorprendí a mi misma gritándole a la Mayor, con un montón de exclamaciones y otros signos de puntuación, la siguiente perla del mar Caribe: «¡¡¡¡¡DÉJATE YA LA COSTRA DE LA RODILLA QUE TE VAS A HACER UN ESTROPICIO!!!!!!». A ver, a ver. Un poco de calma ¿En serio semejante sentencia ha salido de mis labios? ¿Un estropicio? Por favor…

Tras aquel episodio, decidí hacer un repaso mental a todas esas frases que siendo niña escuché una y mil veces de mi madre y que juré que jamás, never, en los días de mi vida, emplearía con mis propios hijos…. Ains, lo que hace el desconocimiento de causa….

  1. En el número 5 está la celebérrima: «Ponte la chaqueta que vas a coger frío». Para empezar, el frío no se coge, por Dios. No  es un bolígrafo que se te han caído al suelo. El frío está ahí, sin más, jodiendo la marrana, en el ambiente y lo vas a notar aunque no hagas el más mínimo esfuerzo por «cogerlo». En segundo lugar, puede que tú estés sentada en un banco e o hasta apoyada en el tronco de un árbol controlando el percal, pero es casi seguro al 100 por 100 que la criatura de tus entretelas, a la que quieres encasquetarle la chaqueta en cuestión, está sudando como un pollo y al borde del colapso. Frío no tiene, por lo menos mientras sus pulsaciones no bajen un poco. Así que be water my friend. Hasta aquí la teoría ¿Qué hago yo? PUES PONERLES LA CHAQUETA. Para que no me cojan frío, eso sí.
  2. En cuarto lugar, y dicha con cierto tiembre de mala leche, se encuentra la frase: «¿Cómo que no está? Como vaya para allá y lo encuentre os vais a enterar». Los objetos parecen tener la extraña capacidad de esconderse de los niños (y a veces, de los padres) que los buscan, casi hasta el punto de hacerme sospechar que poseen aviesas intenciones. Basta que tengas un poco de prisa para que nadie, repito, NADIE, encuentre por ninguna parte las llaves del coche, el calcetín izquierdo o la mochila de la guardería. Ya puedes tener a un regimiento de la Guarda Civil y al CSI Miami peinando tu casa que lo que sea que necesites no va a aparecer hasta que TÚ en persona vayas a buscarlo. Debe ser una habilidad que surge de manera espontánea cuando te conviertes en madre, porque sino no lo entiendo.
  3. Si os soy sincera nunca pensé que la frase que ocupa el tercer puesto saldría por mi boca, pero me he sorprendido oyendomela a mi misma en más de una ocasión: «Terminate la leche que estás creciendo». Ay, Virgen Santa ¿pero tú te escuchas, mujer? ¿Qué pasa? ¿Que si la Mayor se deja un culín de leche en el baso va a empezar a menguar? Que parece que los mililitros de leche ingeridos son directamente proporcionales a los centímetros que va a crecer ese mes ¡Relájate! ¡Dale un margen de maniobra! ¡No le sueltes esa perla!… aunque, bueno, si se toma la leche mejor, ¿no?
  4. La medalla de plata de este ranking de frases absurdas es todo un clásico, hasta el punto de que las Maris tienen un blog con un título similar (si no lo conoces, pincha aquí, que es de mucho molar): me refiero, como no podía ser de otra forma, a » ¡Ni peros, ni peras!». Esto es algo que dice toda madre del Multiverso cuando: a) está hasta el moño de dar razones por las que es imposible seguir comiendo galletas o b) se ha quedado sin argumentos válidos para NO ir al parque. Tengo que aclarar que la frase en cuestión puede variar un poco en función de la madre y el momento. Basta con cambiar el género de la última palabra empleada por nuestro querubín para que tenga el mismo peso que la original. Por ejemplo: «Ni mamá ni memé», «ni vengo ni venga», «ni poco ni poca», y así hasta el infinito. Creo que solo una palabra terminada en consonante nos podría hacer parar… O no. Que no hay que subestimar la desesperación de una progenitora en estos casos.
  5. Y ya para terminar, el Chanel nº 5 de las frases maternales, aquella que me juré por mis muelas que no formaría parte de mi vocabulario, el: «Porque lo digo yo». A ver, no es que recurra a esta sentencia todos los días, pero tengo que confesar, que en estos cuatro años y medio de maternidad se me ha escapado en más de una ocasión. Me suena taaaaaaaaaaaan mal, que cuando me oigo a mi misma con la cantinela, en seguida reculo y acabo dando más explicaciones de las que habría dado en un primer momento. Soy así de boba. Pero es que si no soy capaz de derrotar en un enfrentamiento dialéctico a una niña de cuatro años ¿qué cojones va a ser mi cuando tenga 17? Me va a comer por una pata. Lo estoy viendo. Por eso me estoy entrenando, para cuando me toque explicar por qué NO va a ir al Pingüinos con el Richar en su moto, vestida de cuero y con mi tarjeta de crédito…

¿Y vosotras? ¿Algún otro clásico que añadir?

Rita y la intendencia

Rita es esa señora hacendosa, con una agenda del tamaño de la Enciclopedia Británica, que se asegura de que todo el mundo tiene ropa limpia, que aún queda champú y  papel higiénico y que los macarrones con tomate lleven, efectivamente, macarrones y tomate, y no cualquier otra cosa. Rita sabe mejor que nadie lo que cuesta montar una excursión con toda la tropa (y no sólo económicamente. Que también), garantizando un mínimo de orden, control y buenhacer, para que así la diversión vaya rodada. Rita planifica, calcula, trasnocha, gasta energías e intenta hacerlo sin ponerse hecha un basilisco y sin perder la sonrisa.

Porque está muy bien tirarse de cabeza a la piscina, como si no hubiera un mañana, siempre que luego encuentres una toalla seca y la merienda preparada. Cómo ha llegado esa toalla allí o quién ha preparado el bocadillo, suele ser lo de menos… Excepto para Rita, claro. Ella se ha ocupado de poner la lavadora y echar suavizante para que la toalla esté limpia y esponjosa. De ir a la compra a por pan tierno y un buen salchichón y, de paso, unos zumos o unos batidos, que nadar da mucha sed. Se ha acordado de coger el protector solar y los manguitos y de untar bien a todo quisqui para evitar quemaduras. Lo único que no ha podido hacer es depilarse… pero bueno, son cuatro pelos. Tampoco pasa nada.

¿Y que me dicen de esos viajes al quinto pino, apurando los minutos? ¿Ese salir justo después del trabajo y volver la víspera a altas horas para aprovechar bien el puente? ¡No hay color! Ya si eso que Rita se vaya preocupando de hacer las maletas, poner lavadoras, coordinar entradas y salidas que tampoco es para tanto… ¡Vamos, digo yo! Que no lo sé, porque de eso ocupa Rita…

Así que para todas las Ritas del mundo que se van de puente este fin de semana ¡paciencia, chicas!

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