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Chuchuwa-wá-wá-wá

Venga. Bah. Confesad: en cuanto habéis visto el título del post, habéis empezado a tararear la dichosa cancioncilla. Puede que hasta os sepáis la coreografía (que no os dé vergüenza admitirlo: ¡yo me la sé!) y desde luego tenéis claro y cristalino quién es el responsable de perpetrar semejante ofensa musical: un sospechoso grupo de adultos, hechos y derechos, vestidos con petos vaqueros y camisetas rojas, que atiende al nombre en clave de «Cantajuegos» y que, en otras circunstancias, apartaríamos de nosotros con un palo.

Y es que, amigas, todas hemos recurrido a enchufar a nuestros churumbeles a algún tipo de música o vídeo más o menos educativo con la sana intención de tender la ropa en paz. O depilarnos las cejas. O cagar (y perdón por la expresión. Quizá debería haber dicho «hacer de vientre». Pero no. La palabra es CAGAR, así en mayúsculas). Los más conocidos de estos «entretenedores» infantiles son, sin duda, los mencionados «Cantajuegos», pero más allá de ellos hay un sinfín de posibilidades con las que hacer las delicias de los pequeños de la casa y como una tiene un máster en evitar el aburrimiento de la descendencia, he decidido compartir mis conocimientos con vosotras.

a) Como herederos directos de los Cantajuegos (de hecho, si no me equivoco, tres de ellos son antiguos componentes de la agrupación) están los «Pica pica«, cuyo hit: «El baile de la fruta», hace las delicias de mis dos gremlins por igual ¿No lo conocéis? Pues dadle al vídeo, dadle. No volveréis a ver con los mismo ojos a un melocotón en vuestra vida…

b) Otro imprescindible de los tiempos muertos veraniegos es el Mono Sílabo, un gracioso mico empeñado en enseñar a leer a los niños. La canción de las vocales es un «must» en esta santa casa.

c) Salido directamente del cole de la Mayor, hace unos meses descubrimos el fantástico mundo de Letrilandia. Es un sistema de lectoescritura creado por la editorial Edelvives, pero tiene un canal proprio en youtube con un porrón y medio de canciones y cuentos que les encantan. La reina A, es un clásico.


d) Y ya para terminar, procedente del otro lado del Atlántico, está la inconmensurable Galinha pintadinha. Se trata de una serie de dvds, con todo tipo de canciones e historias disponibles también en youtube y con la única pega de que están en portugués. A pesar de que los personajes hablan en un español «raro» (la Mayor dixit), hay varios vídeos que las vuelven locas como este que incita a lavarse las manos al personal. Muy útil, oye.

 

Cualquiera de estas canciones, seguida de la banda sonora de Frozen, son capaces de atornillar a las dos fieras a una silla durante, al menos, 20 minutos, y solo por eso se merecen todo mi respeto y reconocimiento. INCISO: soy perfectamente consciente de que me dejo en el tintero el celebérrimo Baby Einstein, pero es que, por algún motivo, es ponerlo y empezar a bostezar. Jamás he conseguido que mis niñas vean un vídeo completo de esto, así que ni lo cuento. FIN DEL INCISO.

Y vosotras, ¿tenéis alguna sugerencia? Siempre estoy dispuesta a ampliar mi repertorio…

¡Feliz vuelta de vacaciones, chicas!

 

Miedo a todo

Mis hijas nunca han sido cobardes. De hecho, si pecan de algo, es precisamente de lo contrario: de ser muy echás pa’lante. Sin embargo, desde hace un par de semanas Tulga le tiene miedo a todo, y cuando digo a todo, quiero decir A-T-O-D-O. Es verdad que en su escala de pavor hay prioridades, sutilmente diferenciadas por la fuerza con la que se agarra a mi pierna, pero en general mi existencia se ha convertido en un sinvivir constante… Os cuento:

De un tiempo a esta parte, la Pequeña ha desarrollado un miedo atroz a cualquier ruido fuerte, desde la batidora al cortacesped. Da igual que antes fuera capaz de subirse a la aspiradora y jugar al arre caballito mientras yo me deshacía de los pelos del chucho pegados a la alfombra. Ahora es escuchar el más ligero barullo y ponerse a gritar como si la estuvieran despellejando. La cosa sería más o menos controlable si no fuera porque el espectáculo lo monta donde sea: en la piscina, en el parque, en medio del supermercado… Oye una sirena y se pone frenética, y ahí estás tú, con un gremlin desesperado colgado del cuello, dando patadas y mordiscos a diestro y siniestro, mientras con el rabillo del ojo vigilas que la Mayor no se ahogue al tirarse al agua sin manguitos y te contorsionas como una serpiente en un esfuerzo vano de que no se te baje el bañador. Y claro, todo esto, con un miniser que no admite explicaciones ni justificaciones, y al que le importa tres pepinos y un pimiento morrón si el limpiahojas del jardinero es inofensivo o un discípulo de Satán… La única solución es desconectar lo que la altera si está en nuestra mano y si no, alejarnos cuanto sea posible del origen del estruendo.

Otra cosa que la aterra son los coches y las motos, aunque puede que yo tenga la culpa de esta fobia repentina. Al vivir en la urbanización de un pueblo minúsculo, donde el concepto de tráfico denso se traduce en uno o dos coches a la hora y, quizá, un tractor en prácticas, cuando vamos a la ciudad me pongo de los nervios cada vez que las niñas se acercan a un paso de cebra o a un semáforo en rojo. «PÁRATE AHÍ!!!! NO CRUCES!!!! DAME LA MANO!!!! CUIDADO QUE PASAN COCHES!!!». Lo reconozco. Se me va la olla. Pero en los últimos días cada vez que Tulga ve un vehículo a motor es capaz de trepar por mi pierna a la velocidad del rayo, que ni el mismísimo Juanito Oiarzabal hace cumbre con la rapidez de esta canija, oye. El resultado es un lloriqueo constante y la petición continua de refugiarse en mis brazos, cosa que con sus casi dos años me resulta cada vez más difícil y cansado. Vamos, que no puedo con ella y eso que sigue siendo peso plumón-de-mochuelo, porque su hermana a su edad podría haber pasado por lanzadora de jabalina olímpica… Dado que no puedo convencer a la humanidad de que aparque el coche y vaya andando, he iniciado un laborioso proceso de reeducación consistente en convertirla en fan de Fitipaldi y amiga de Carlos Sainz (padre o hijo, me da igual). Ya veremos si lo consigo…

En tercer lugar es incapaz de acercarse a una persona vestida de blanco, sea pediatra, enfermera, dentista, limpiadora o técnico nuclear. Lo suyo es acción-reacción: bata blanca y berrinche al canto. Y además me mira a mí de forma acusadora, como si fuera culpa mía la indumentaria del desconocido, en plan: «Mamá, me has puesto delante a gente de poca confianza, así que ahora apechuga con las consecuencias». Si para llevarla el otro día al centro de salud casi tengo que anestesiarla…

Para terminar a Tulga tampoco le gustan los bichos: ni caracoles, ni ranas, ni mariposas… y me escama, porque hace nada la sorprendí jugando con un par de lombrices del huerto, que no se comió de puro milagro, y ahora se echa a llorar si se cruza con una mariquita. Ampliando un poco el espectro, tampoco le entusiasman los pájaros (vistos de cerca, tipo paloma de plaza que te persigue en busca de pan. Los del cielo le molan mogollón), los gatos o los perros. Esto último me resulta incomprensible porque vive con una perra de tamaño más que considerable desde el día que nació, y a ella es capaz de tirarle de los bigotes y meterle la mano en la boca sin pestañear. Sin embargo, si ve en lontananza un chucho esmirriao, como un chiguagua o un yorkshire con su lacito en el pelo aprieta a correr hasta poner dos o tres kilómetros de por medio. Que yo pienso: «¿Acabas de arrancarle un mechón de pelos a un pastor alemán y ahora te cagas viva por esto? Venga hombre…», pero al igual que con los ruidos cualquier razonamiento es inútil. Los «no pasa nada», «no muerde» o «mira, mamá lo toca», no sirven con alguien que (aún) es más irracional e instintivo que lógico y mesurado.

Sé que es  solo una fase, y que pronto pasará, lo que no quita que resulte agotador. Así que si alguien tiene experiencia en fenómenos similares y ha dado con la fórmula mágica para solucionarlos, que no sea rata y la comparta… ¡Porfiplis!

 

Padres helicóptero

El otro día alguien me pasó un vídeo de Carles Capdebila, de Educar con Humor, en el que hablaba de las cosas que le habían enseñado sus hijos en los últimos 20 años.

Hubo algo que me llamó especialmente la atención, más que nada porque hasta ahora no le había puesto nombre, aunque sin duda lo había visto en vivo y en directo en más de una ocasión: los padres helicóptero. Por si hay alguna tan apampanada como yo en esto de la maternidad, diré que se trata de un espécimen bastante habitual en todos los ámbitos, aunque su presencia se multiplica a medida que los niños se hacen mayores. O sea, que hay más padres helicópteros con críos de 7 años que con bebés de 7 meses ¿Y qué son exactamente, os preguntaréis? Pues padres dispuestos a librar todas las batallas de sus hijos, y además a hacerlo en plan Rambo: sin que quede nadie vivo para contarlo…

Os pongo un par de ejemplos:

  • Situación: parque infantil. Tarde de primavera. Protagonistas: cinco o seis niños con edades comprendidas entre los 3 y los 10 años. Hecho: Uno de los niños le quita al otro un juguete (de quién fuera el susodicho juguete o si estaba siendo usado o no por su legítimo dueño es lo de menos). Lo que hago yo: si la sangre no llega al río, dejo que mi Mayor se apañe la vida y dirima a su manera la posesión del objeto. Si la cosa se pone fea, y valorando los datos circunstanciales, le digo a mi hija que a) comparta el juguete, b) se lo devuelva a su dueño o c) nosvamosacasayamismosiseguísasílosdosypunto! (esta última es mi favorita). Lo que hace un padre helicóptero: ir hasta donde están los niños, quitarle directamente el juguete al que lo tenga, dárselo a su hijo, reñir a todos los críos del parque (tuvieran o no algo que ver en el drama en cuestión) y luego reñir a los padres por no meter en cintura a unos delincuentes juveniles en potencia. Hombre ya. En casos extremos, sobre todo si el juguete es suyo y la injusticia manifiesta, el padre helicóptero puede incluso dar por terminada la sesión de parque y marcharse todo indignado con su hijo (y el juguete).
  • Situación: partido de fútbol/carrera de obstáculos/actuación de fin de curso. Protagonistas: todos los niños apuntados a esa actividad. Hecho: el hijo del padre helicóptero mete un gol y se lo anulan/pierde la carrera porque se tropieza con una valla y/o compañero/no canta bien porque los otros niños le distraen o le quitan protagonismo. Lo que yo hago: consolar como buenamente puedo a mi hija, que además tiene muy mal perder y se lo toma a la tremenda. Decirle que lo importa es jugar y divertirse y que ya ganará (o se lucirá) la próxima vez. Lo que hace un padre helicóptero: pelearse con el arbitro, el entrenador, la profesora y hasta el director del colegio para que su churumbel no se quede sin celebrar ese gol, ganar esa carrera o despuntar en Brodway. Si para ello tiene que pisotear, insultar o tratar de mala manera a quien haga falta, lo hace. Porque su hijo, por si no lo habéis notado, es el más mejor: el más listo, el más rápido, el más alto y, por supuesto, el más guapo del mundo mundial y parte del extranjero.

Estas son sólo dos situaciones en las que un padre helicóptero puede tocarte las narices personalmente, pero en esferas más privadas, también tienen lo suyo: harán siempre los deberes de sus hijos, por su puesto, sin contar con su participación o ayuda («quita, quita, que lo haces mal. Déjame a mi») porque sus manualidades tienen que ser perfectas, sin una lentejuela o pegatina fuera de sitio; si el chiquillo va de excursión con el cole le hará un tercer grado a la profesora y al resto de madres para asegurarse de que a su hijo no le falte nada, aunque ello implique llevar la mochila llena hasta los topes (en vez de un bocadillo, le pondrá dos y un par de zumos por si uno se le pierde o se le cae o se lo quitan que hay mucho malandrín suelto. Y una muda de ropa, y tres chaquetas de distinto grosor y dos botellas de agua… Y no te digo si además es alérgico o intolerante a alguna sustancia, porque entonces, es posible que necesite un serpa para que le acompañe a la granja escuela). Al final de curso, los reconoceréis porque intentarán averiguar de forma más o menos discreta si algún niño ha sacado mejores notas que el suyo, alardeando siempre de los logros de su descendiente como si en vez del boletín de primero de infantil, acabaran de darle el Premio Nobel. Por otra parte, su hijo nunca, repito, NUNCA, será responsable de NADA. Si ha pegado a otro niño, será un error, una mentira cruel y absurda del supuesto agredido por puros celos de su angelito. Si ha suspendido una asignatura es sin duda que el profesor le tiene manía, porque como destaca tanto, le quiere hundir en la miseria. Si se pone enfermo se debe a que alguna malamadre ha llevado a su hijo al cole en mal estado, exponiendo a su churumbel poco menos que al ébola, y así suma y sigue.

Todo esto me lleva a pensar que, o yo soy una madre desnaturalizada, que deja que sus hijas campen a sus anchas por los parques y jardines de la ciudad, sin ningún tipo de control ni vigilancia o realmente hay gente que se agobia en extremo. Dicho lo cual, afirmo aquí y ahora, que el próximo día de San Patricio que toque celebrar, la Mayor volverá a llevar un lazo verde comprado el día de antes en el chino y no una compleja manualidad, a base goma eva y mil abalorios de tres tonalidades de verde distintas, por la sencilla razón de que prefiero pasar la noche durmiendo y las tardes jugando, en vez de de tricotando. Y si algún padre helicóptero tiene algo que decir en el grupo de wasap que se lo ahorre.

(Des)colechando

Tengo que decir que, como tantas otras cosas, el colecho llegó a mi vida por casualidad. Nunca leí sobre el tema, ni lo tomé por filosofía de vida y mucho menos lo consideré jamás la mejor manera de dormir con tus hijos, ¡voto a Bríos!

Pero, hete aquí, que la Mayor llegó a este mundo con insomnio y alergia a la cuna y tras semanas de vivir en estado zombi permanente, una noche me quedé dormida en la cama con la niña colgada del pecho. No fue premeditado. No lo hice a posta. Sencillamente me sobé ¡Y qué bien me vino! Esa fue la primera vez desde el parto que dormía más de dos horas seguidas y al amanecer casi no me lo podía creer. A la noche siguiente hice la prueba de tumbarla a mi lado y ¡de nuevo se obró el milagro! A ver: la jodía seguía despertándose cada dos o tres horas, pero yo no tenía que levantarme, ni encender la luz, ni pasar media hora en la mecedora intentando que se durmiera para que después volviera a abrir el ojo nada más posarla en la cuna… Me sacaba una teta (o le enchufaba un biberón) y a dormir tan ricamente las dos.

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Cambia sillón por cama, pero el caso es el mismo

Fijaros hasta qué punto no tenía ni idea de que era eso del colecho, que un par de meses después, la criatura me dio uno de los mayores sustos de mi vida: se cayó de la cama. Acababa de aprender a darse la vuelta y a girar sobre su barriga y se ve que decidió probarlo a las tres de la mañana. A mi ni se me había pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrir y no tenía instalada ni la más mínima medida de seguridad ¡Cataplof! Buaaaaaaaaaaaaa! La repasé de arriba abajo, tocándole los bracitos, las piernas, los hombros, examinando su cabeza… Parecía estar perfecta (de hecho creo que lloraba más por el susto que por el golpe), pero a mi estuvo a punto de darme una taquicardia. Me pasé el resto de noche despierta, vigilando sus movimientos y pensando si debía ir a urgencias.

«¡Ostras, Pedrín!» me dije para mis adentros «Esto no puede volver a pasar. Habrá que tomar cartas en el asunto…»  Y allí que fui yo a consultar a la que, por entonces, era mi oráculo personal en esto de criar pimpollos, mi amiga y vecina M. Cuando le comenté mi problema tardó exactamente 15 segundos en prestarme la barrera desmontable que había usado ella en su cama (y que a día de hoy, 4 años después, sigue puesta en la mía). De esa forma, me aseguraba dejar a la Enana entre la barrera y yo, o entre su padre y yo, y se acabaron los paseos nocturnos por el suelo.

La Mayor compartió nuestra cama mientras siguió con sus despertares nocturnos y, un poco antes de los dos años, casi por milagro divino, empezó a dormir del tirón. No la saqué de la cama comunal, ni la obligué a dormir en la suya. Sencillamente se acostaba en su cuarto por la noche y amanecía en él por la mañana. Por su puesto que lo primero que hacía al abrir el ojo era venir a verme, pero eso no me suponía ninguna molestia, más que madrugar los 365 días del año, incluyendo domingos y festivos (dolor amor de madre, que lo llaman).

INCISO: Tengo que aclarar, para todos aquellos que relacionan estrechamente el colecho, la lactancia materna y el mal dormir de los niños, que desteté a la Enana con 12 meses y aún así la criatura siguió dando por culo de forma intensiva hasta el año y medio, cuando los despertares empezaron a limitarse a uno o dos por noche hasta desaparecer poco antes de su segundo cumpleaños. De ello se deduce que el no dormir tiene tanto que ver con la teta como los cojones con comer trigo, cosa que pienso decirle a la cara al próximo opinólogo que me moleste con consejos no solicitados. FIN DEL INCISO.

Pasamos la barrera de la cama grande a la cama de la Enana (que hasta entonces se había apañado con una silla puesta al lado para evitar accidentes. Lo siento, hija. Tus padres son unos cutres) y allí siguió hasta que nació Tulga.

Yo tenía muy claro (cristalino, ¡fíjate!) que no iba a pasar por el mismo infierno que con la primera y desde el minuto uno la Pequeña durmió con nosotros. Por la noche la acostaba en la cunita que tenía en nuestro cuarto y en cuanto se despertaba la metía conmigo sin dramas ni historias. Resultado: tiempo de sueño de todo el mundo exponencialmente más largo que la vez anterior. Comodidad absoluta. Caídas al suelo: 0. El colecho (que a estas alturas es una institución en mi casa) nos ha permitido vivir felices a los cuatro… hasta ahora.

Y es que, amigas, todo lo bueno se acaba y el buen dormir no iba a ser la excepción. Mientras ha sido un bebé, he disfrutado mucho compartiendo almohada con Tulga, pero con 19 meses cumplidos es como tener al lado a una anguila eléctrica a la que alguien ha invitado a cien cafés. Se mueve, se retuerce, me da patadas y puñetazos, me tira del pelo, intenta saltar por encima de mi para llegar a donde duerme su padre, gatea por todos lados… Un show, vamos.

El colecho tenía una función: que todos pudiéramos descansar a pata suelta. Si no la cumple, habrá que replantearse el tema, porque todo eso de la crianza natural y con apego está muy bien, pero si para ponerla en práctica tengo que pasarme las noches en vela, va a ser que no.  No tengo espíritu de mártir, qué se le va hacer… Por eso ayer tomé una decisión importante: hay que ir descolechando

¡¡¡¡¡Cómo sea!!!!!

El problema es que es más fácil decirlo que llevarlo a la práctica y  no sólo por la Pequeña, OJOCUIDAO. Que servidora también está habituada a coger a su descendencia en mitad de la noche y echarle encima el edredón matrimonial sin miramientos, apurando minutos de sueño.

Tulga no se duerme con el biberón como hacía con el pecho. Se toma la leche con los ojos entornados y cuando termina, se mete el dedo en la boca y empieza su rutina de acunarse hasta caer en brazos de Morpheo (que no es el señor ese de Matrix. Aunque me molaría mucho!). El proceso puede durar entre 2 y 40 minutos y, claro, a las tres de la mañana una tiene las ganas justas de estar sentada en la mecedora, con una niña de 10 kilos en el regazo, esperando a que decida echar el cierre para volver a la cama… Creo que en la última semana he conseguido que duerma toda la noche en su cuna una sola vez. El resto de días he sucumbido y la he vuelto a meter conmigo en la cama, muy a mi pesar.

Estoy casi convencida de que hasta que no empiece a dormir del tirón (y hablo de forma habitual, no de higos a brevas, como hace en estos momentos), Tulga, el colecho y yo aún tenemos una larga historia por delante ¡Sólo espero que mi espalda (y el resto de mi organismo) la resista!

Los dichosos percentiles

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Debo ser una madre horrible porque, aunque mi hija Mayor tiene cuatro años cumplidos, no sabía lo que eran los dichosos percentiles hasta hace unos meses. 15, para ser exactos. Cuando Tulga empezó a hacer fruncir el ceño a la pediatra cada vez que pasaba por la báscula.

Y es que, amigos y amigas, Tulga me ha salido escuchimizada. Flacucha. Hasta, puede, que un poco canija… o dicho en términos médicos: de percentil bajo.

Quizá porque la Enana siempre estuvo en la parte alta de la tabla o porque mi anterior pediatra pasaba bastante del tema, viví mis primeros dos años y medio como madre sin que nadie mencionara la palabreja en cuestión… más a gusto que un arbusto, debo añadir. Sin embargo, cuando la Pequeña cumplió tres meses, en una visita rutinaria, nuestra nueva (y joven) doctora me hizo notar que la chiquilla no se ajustaba a los cánones establecidos y que, por lo tanto, no estaba bien.

La miré con la misma expresión que habría puesto al ver una jirafa bailando claqué. Y, claro, la buena señora se vio en la obligación de darme todo tipo de explicaciones. Me enseñó una gráfica en la pantalla del ordenador e indicó un puntito bien abajo, casi fuera de las líneas de colores: «Mira, Tulga está aquí, pertencil 7 de peso y aunque ha cogido algunos gramos desde la última vez, hay que controlarla». Acto seguido me hizo la pregunta que me amargó la existencia los siguientes tres meses: «¿Notas si tienes leche?». Yo, que olía a yogurt agrio por mucho que me pasara por agua y no daba a basto a cambiar los discos de lactancia del sujetador, le contesté con un rotundo «Sí». No se lo creyó, of course.

A partir de ese momento, tuvimos que acudir a control de peso cada 15 días, mientras cuestionaban una y otra vez mi capacidad para alimentar a mi hija y a mi me salía humo por las orejas (por los paseos al centro de salud y por las miradas subrepticias a mis tetas). Si hubiese sido primeriza, no conociera bien mi cuerpo o no hubiese leído todo lo leible sobre la lactancia materna, el biberón habría entrado en nuestras vidas. No hubiese pasado nada, faltaría plus. Ya sabía lo que era la lactancia mixta, pero si la niña estaba sana y seguía engordado ¿a qué venía tanta historia?

«Bueno, cuando empieces con la alimentación complementaria ya cogerá peso», me dijo la enfermera en uno de los controles, por si me servía de consuelo. Le sonreí de la manera más neutra y educada que pude para que no se diera cuenta de hasta qué punto me la traía al pairo. Tulga se parecía a mi. Era de complexión pequeña. Ya está. No había que buscarle tres pies al gato.

Pero el Destino no había acabado conmigo todavía. Por si no me había quedado claro lo malo que era no encajar en los percentiles, llegó el turno de la revisión de los tres años de la Mayor. Y ahí sí que ardió Troya. Tras medirla y pesarla, la pediatra estuvo a punto de sufrir un ataque de apoplejía: se le salía de la tabla ¡pero por arriba! Percentil 92 de peso y 97 de estatura. Vamos, que no se acercaba a la media ni de lejos ¿Y qué hizo mi dulce doctora? Pues poner a régimen a la niña, tras obligarme a hacerle un análisis de sangre para descartar problemas de tiroides o diabetes. Me tuvo con los huevos de corbata dos semanas pensando que a la chiquilla le pasaba algo más que el simple hecho de parecerse a su padre.

Y ahí estaba yo: con una hija gorda y la otra flaca, preguntándome si la genética nos estaba gastando una broma pesada o realmente no sabía darles de comer a ninguna.

Los controles de peso siguieron, esta vez por duplicado y en verano, después de tres meses de purés, fruta, pan y galletas a mansalva, la pediatra llegó a la conclusión de que Tulga sencillamente era así, que no iba a subir de percentil por mucho que zampara y decidió dejarnos tranquilas. La Mayor había pegado un estirón y perdido algo de peso (a costa de pelearme con ella en desayuno, comida, merienda y cena) y aunque seguía en lo alto de la gráfica, pude relajar su dieta draconiana y permitirle algún capricho. Hicieron falta seis meses para que la doctora comprendiera lo que había deducido yo tres segundos después de escuchar la palabra «percentil»: que es imposible que tooooooodooooos los niños del mundo estén en la media. Los habrá altos y bajos, delgados y rellenitos, igual que sus padres y otros adultos del entorno. Mientras lleven una dieta saludable y estén sanos el lugar que ocupen en la tabla es lo de menos.

Para terminar, por si hay alguna como yo, totalmente perdida con el tema, Soy madre y ahora qué, explica divinamente en este post qué son los dichosos percentiles. Yo, de momento, he decidido pasar olímpicamente de ellos y limitarme a cocinarles a las niñas unos buenos platos de lentejas… ¡He dicho!

Los «segundos» tienen superpoderes

Que sí. Que no es broma. Los hijos nacidos en segundo lugar no vienen de París, sino de Kripton. Si no a ver cómo se explica que hagan las cosas que hacen. Y es que, queridas amigas, los segundos tienen superpoderes. Es la única conclusión lógica a la que he llegado después de analizar con detenimiento la evolución de Tulga los últimos meses. A diez días de cumplir el año y medio mi bebé es capaz de hacer las cosas más inverosímiles y de comunicarse con un lenguaje básico pero efectivo, y todo sin despeinarse (bueno, a lo mejor esto último es porque sigue sin pelo. No sé).

Ahí van unos ejemplos.

CASO 1: Me voy a hacer la cama y Tulga, que me sigue como si fuera mi sombra, decide en ese momento que quiere jugar con los peluches que tiene en la cuna. No lo dudo ni un instante: la meto en el redil y me abalanzo feliz cual perdiz sobre mis quehaceres, dispuesta a terminarlos todos en tiempo récord. A penas he empezado a estirar un poco las sábanas, cuando me giro y me encuentro a la Pequeña mirándome con los ojos como platos pegada a mis talones. Pero, vamos a veeeeeeeer… ¡¡¡¿Cómo cojones has salido tú de la cuna?!!!! Tulga sonríe. Mejor dicho: se desternilla. Si no fuera imposible pensaría que se está burlando de mi, aunque, claro, no puede ser ¿Verdad?

CASO 2: Hora del baño. Le digo a la Mayor que empiece a desnudarse mientras lleno la bañera, que en seguida vuelvo para ayudarla con el jersey y desvestir a Tulga. Me entretengo un minuto, no más, mientras espero a que salga el agua caliente y pongo el tapón y cuando regreso al cuarto no sólo la Mayor está medio desnuda, sino que también lo está Tulga: sin zapatos, sin calcetines, sin pantalones y hasta sin pañal!!!! Y lo más sorprendente de todo: la ropa sucia está en su canasto correspondiente y el pañal usado en la basura. «Amor», le digo a la Enana «¿Has ayudado tú a tu hermana a desnudarse?». «No. Ha sido ella». «Venga. Anda ya…». «Que sí, que sí. Y se ha quitado el pañal. Lo que pasa es que ahora se está haciendo pis en el suelo…». Me giro. Tulga se acaba de mear con una sonrisa en el pasillo. Contempla su hazaña con asombro, la señala con el dedo y exclama un poco escandalizada: «¡¡¡Mira, mira!!!». No. Si ya miro. Lo que pasa es que no me lo creo…

CASO 3: La Mayor está haciendo caca. Le digo que cuando termine me llame para ir a limpiarla y vuelvo a lo que estaba haciendo (probablemente, fregar los platos). Al cabo de un rato oigo gritos en el baño y temiéndome lo peor salgo corriendo a ver qué pasa. Cuando llego me encuentro a la Mayor con el culo en pompa y a la Pequeña con una toallita en la mano limpiando a su hermana «¿Pero qué hacéis?» exclamo sin saber si echarme a reír o a llorar. «Mamá, tranquila, que Tulga me está dejando el culito superlimpio», me dice la Enana, con convicción. No lo dudo, pero por si las moscas, le quito la toallita a la Pequeña y echo vistazo al resultado: como una patena. Tiro de la cadena mientras me pregunto si me están tomando el pelo o sólo ha sido chiripa…

CASO 4: Antes de explicar este último caso, tengo que aclarar que Tulga no habla todavía. Dice algunas palabras, cada día más, pero hasta ahora no ha juntado dos para construir una frase, lo que, en teoría, debería limitar mucho su capacidad para transmitir sus deseos. Y digo en teoría, porque en la práctica se hace entender a la perfección. La otra noche, durante la cena, estaba comiendo jamón york a dos carrillos, cuando de pronto se puso a llamar al perro: «Ea, Ea» (su versión del nombre del animal). El chucho se colocó a su vera raudo y veloz y ante mi asombro mi bebé de 17 meses le puso directamente en una boca siete veces más grande que su mano y llena de dientes los restos del jamón que ya no quería. «Pero…» empecé a decir y no pude continuar porque acto seguido, Tulga se bajo ella sola de la silla, me cogió de la mano, me llevó hasta su sillón favorito del salón, hizo que me sentara y, tras trepar como una ardilla hasta mi regazo, tiró de mi escote y dijo: «tetita». Dos minutos después estaba dormida. A esto lo llamo yo tener las ideas claras y maximizar el uso del lenguaje.

Y ya para terminar os dejo un compendio de lo que nuestro hijos notan y no notan habitualmente. En mi caso se cumplen absolutamente todos los puntos!

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Por dónde salen los bebés

Cuando nació  Tulga, la Mayor tenía dos años y medio. O sea: era muy pequeña para comprender – o si quiera imaginar- el proceso reproductivo que sus padres se traían entre manos, pero lo suficientemente mayor para plantearse algunas preguntas. Después de haberme pasado medio embarazo con la cantinela de que la hermanita estaba en mi barriga, unos días después de volver a casa con el nuevo miembro de la familia, mi Enana se quedó mirándola y, tras valorar mi tamaño y el del bebé, preguntó a bocajarro: «Mamá, pero ¿por dónde ha salido?».

Yo le sonreí con dulzura, pura glucosa, oiga, mientras  pensaba para mis adentros: «¡¡¡¡¡¡¡¿Pero esto qué eeeeeeeeeeeeees?!!!!!! Que la explicación del triquitraca estaba prevista para más adelante, ¡¡¡¡hombreeeeeeeeeeee por Dioooooooooosssssss!!!!». Tuve que contenerme para que no me diera la risa floja o un tic en el ojo, al más puro estilo dibujo animado. Medité unos instantes y al final opté por decirle la verdad. Qué cojones. Lo de la cigüeña no iba a colar de todos modos…

Como estábamos en la bañera, le señalé sus partes y le dije que su hermanita había salido de la barriga por ahí.

«¡¿Por el chumo?! (ella llama así al asunto. Qué se le va hacer). Pero ¿Cómo, si es muy pequeño?»

«Ya. Sí. Es verdad. Pero las mamás tenemos ahí un agujerito que se hace grande para que pueda salir el bebé»

«¿Por dónde sale el pis?»

«No. Otro. Anda no te preocupes, que no te hace falta»

Y eso fue todo. Para alivio mío y descojone de su padre.

Pensé que habíamos dado carpetazo al asunto, pero hete aquí que unos meses después, la mamá de su mejor amiga decidió ampliar la familia y empezó a lucir tripilla por el barrio. Así que una tarde, volviendo del parque, mi hija, ya con casi tres años y medio, se paró en mitad de la calle y con cierta preocupación inquirió: «Mamá, ya sé por donde va a salir el hermanito de mi amiga, pero ¿Por dónde ha entrado?». Casi me da un patatús. Volví a plantearme lo de la cigüeña, el niño encontrado en una col o la historia de un subrepticio viaje a París y decidí que no. No merecía la pena confundir a la niña sólo por un estúpido pudor. Además, la reproducción, como el comer y el dormir, forma parte de la vida y tarde o temprano iba a tener que enfrentarse a ella y aquel era tan buen momento como cualquier otro.

«Pues, verás» dije yo «Ha entrado por el mismo sitio por donde va a salir»

La renacuaja frunció el ceño. Era obvio que no las tenía todas consigo y en vista de que se avecinaba otra pregunta embarazosa (nunca mejor dicho) me adelanté y añadí: «Lo que pasa es que cuando entró era muy chiquitín. Luego empezará a crecer en la barriga de su mamá y, cuando sea lo suficientemente grande, avisará de que va a nacer».

«Ah, vale».

Una pausa.

«Y ¿cómo se metió dentro?»

Si es que es pa matarla….

«Pues lo metió dentro su papá».

«Ah, vale».

Otra pausa.

«Y ¿cómo lo metió?»

«Cariño, ¿has visto que pájaro taaaaan grande? Vamos, corre, a ver si lo pillamos…»

Lo sé. Escurrí el bulto. Pero ya tenía información más que suficiente por una tarde.

El caso es que he recordado todo el episodio a raíz de un vídeo que me pasó el otro día una amiga, madre reciente. Se trata de un corto de animación destinado a explicar a los niños «por dónde salen los bebés» y, aunque está en portugués porque la iniciativa es brasileña, creo que se entiende bastante bien.

Los dibujos son muy claros, yo diría que hasta explícitos, pero envueltos en una especie de nubecilla rosa que los hace parecer simpáticos. También el lenguaje es simple y directo, sin florituras ni metáforas innecesarias. Mi duda es ¿se lo pongo a la Mayor la próxima vez que pregunte? ¿Se lo pondríais vosotras a vuestros hijos? Ahí os lo dejo por si a caso…

Pues me tiro al suelo y lloro

Tulga tiene rabietas. Ya está. Ya lo he dicho. Y además desde bien chiquitita (yo creo que la primera se remonta a los 10 u 11 meses de vida de la criatura. Vamos, que empezó a protestar antes que andar, como los políticos). El proceso es más simple que el mecanismo de un botijo: el miniser en cuestión quiere hacer/coger/comer algo potencialmente tóxico o peligroso. Se lo impido. Se tira al suelo panza abajo y llora. «Bueno», diréis algunas, «Tampoco es para tanto». Pero lo es. Porque lo que yo he descrito en apenas una línea y vosotras leído en un par de segundos en realidad dura hasta media hora ¡Treinta minutazos de bebé berreando a pleno pulmón en el suelo de la cocina porque no le dejo chupar un rotulador! ¡Tres cuartos de hora aferrada a mi pierna mientras hago la comida, baño a su hermana o lo que sea que requiera el uso de las dos manos porque tiene entre ceja y ceja que la coja en brazos! Y ya ni te cuento cuando la crisis se produce en pleno supermercado… ¡me entran ganas de dejársela a la cajera y hacerme la tonta!: ¿Niña? ¿Qué niña? Perdone, pero no la conozco de nada…Y es que Tulga, delgada cual anguila eléctrica y ágil como colibrí del Amazonas es capaz de llegar a los sitios más insospechados, poner a prueba tu paciencia y tus energías en sus esfuerzos por saltar del carrito y tirarse de cabeza al suelo o encontrar bajo el sofá los restos medio descompuestos y llenos de pelo de perro de un plátano e intentar comérselo.

La verdad es que este tema me pilla con el paso cambiado porque con la Mayor tuve la suerte de saltarme todo eso de «los terribles dos» o «los terribles tres». Hizo un amago al rededor del año y medio, cuando empezaba a hablar con soltura pero aún le faltaba vocabulario para expresarse y llegado cierto momento se frustraba y empezaba a gritar, pero le duró poco. En seguida se soltó la lengua y antes de su segundo cumpleaños ya era perfectamente posible razonar con ella, explicarle por qué no es buena idea meter la mano en el horno o que bañarse una vez al año no hace daño. Mi Enana ha sido siempre muy compresiva con estos temas…

En cambio su hermana no.

Pasa.

Prefiere tirarse al suelo y llorar. Y cuanto más alto y mayor sea el escándalo resultante, mejor. Le encantan los dramas, eso está claro.

Lo peor es que yo me siento con las manos atadas, porque es indudable que la chiquilla aún es demasiado pequeña para entrar en razón (¡acaba de cumplir 15 meses, por San Chopanza Bendito!), pero tampoco es un recién nacido que se pueda manejar con facilidad, subir y bajar a placer o llevar como un fardo a todos lados. Ahora necesito un mínimo de colaboración por su parte para hacer posible la vida cotidiana y no me lo está poniendo fácil, ¡voto a brios! Cada mañana tardo 10 minutos en atarla a la silla del coche para ir a la guardería, el cambio de pañal se ha convertido en la vuelta al mundo del Willy Fogg pero con el culo al aire, sacarla del baño requiere casi una llave de yudo…  y así suma y sigue. Me agota. Me extenúa. Y, sobre todo, me destroza los tímpanos (y los nervios) con sus pataletas.

Mi estrategia hasta ahora es dejarla con su berrinche. Que llora, pues que llore. Que grita, pues que grite. Cuando se calma (proceso que puede durar entre 5 minutos y una hora), le limpio los mocos y los lagrimones y de rodillas, para poder mirarla a los ojos, le digo con voz muy seria que no puedo dejar que se coma el pegamento o que juegue con cuchillos. También le digo que estoy enfadada y que las cosas no se piden así. No lo entiende. Lo sé. Pero su hermana tampoco lo entendía al principio y creo que si a los niños se les trata como seres inteligentes (que es lo que son) en vez de como cositas sin conocimiento de causa, tarde o temprano empiezan a reaccionar. Espero que más pronto que tarde…. Sobre todo por la noches, cuando ya estoy muy cansada o por las mañanas, con los minutos contados para ir al trabajo/cole/guardería me cuesta no perder la paciencia. A veces, hasta le grito (no consigo nada, por su puesto. Solo cabrearme conmigo misma por perder los papeles) y me pregunto ¿Yo era así de pequeña? ¿Taaaaaaan tocapelotas? ¿No hay una fórmula mágica para convencer a una niña de que se ponga el abrigo y se meta en el coche sin tener que pasar por una escena digna de Falcón Crest? Si esto es así con 15 meses ¿qué pasará cuando tenga dos años? ¿O tres?

Estoy pensando que la próxima vez que me monte un pollo, la que se va a tirar al suelo a llorar voy a ser yo. Sólo por probar. A lo mejor consigo que se quede quieta el tiempo suficiente para ponerle el pañal…

Dicen por ahí

Hace unos días Alma de mami lanzó una nueva sección en su blog con el interesante título de «Perdonaaaaaaaaa». Y es que, como a todas, la maternidad le ha regalado algunas conversaciones  surrealistas, de esas que te dejan con la boca abierta y ganas de decir justamente eso… o de mandar a la mierda al interfecto. Yo he hecho un pequeño repaso de las frases que me han dejado a cuadros este último año (no me remonto más porque entonces en vez de una entrada escribiría un libro!) y he decidido compartirlas con vosotras.

Para que flipeis a colores.

  1. Number Guan: Este verano iba de paseo con mis churumbelas por el pueblo, cuando me topé con una vecina de mi madre, a la que hacía mil años que no veía. Como de costumbre, confundió a Tulga con un niño y cuando la saqué del error, se quedó mirando a la Mayor y le dijo: «Claaaaro. Si es que es fácil equivocarse. Anda, bonita, dile a tu madre que os ponga pendientes«. Pero vamos a veeeeeer ¿A caso no te has dado cuenta a la primera de que la Enana es de sexo femenino? ¿Necesitas algo más que su melena al viento y su vestido rosa para saber que es una niña? Pues, hermosa, debes hacerte un lío tremendo con todos los tíos que llevan piercings… Es más: no uses a mi hija para mandarme recados. Dímelo a mi directamente a la cara, que yo sí sé qué contestarte. Jolín ¿Me meto yo con tu permanente? No. Pues ale. Que corra el aire.
  2. Number Tú. Esta es recurrente y se produce cada vez que alguien ve a Tulga dedicada a su afición favorita: «Uy, se chupa el dedo, ¿por qué no le das un chupete?«. Por partes: le he ofrecido mil ciento dos tipos distintos de chupetes y no ha querido ninguno. Nada. Ni de silicona, ni de caucho, ni ergonómicos ni leches. Prefiere el dedo ¿Qué hago? ¿La obligo? Que sólo tiene 14 meses por Dios… Dos: todo el mundo ve con naturalidad que los críos succionen chupetes como si no hubiera un mañana y aún no me he cruzado con nadie que le diga a sus madres: «Uy, eso es un vicio muy feo ¿por qué no le das un trozo de manzana para que chupe algo saludable?». Por fa plis. Dejad que Tulga se chupe el dedo tranquila. Ya tendré tiempo yo de quitarle la manía cuando haga falta.
  3. Number Fri. Otra frase repetida hasta la saciedad por todo tipo de personas (conocidas y desconocidas) cuando me ven amamantando a Tulga: «Pero, el pecho a esta edad lo usa de chupete, ¿no?«. He de aclarar que la primera vez que me soltaron la perla, mi Pequeña tenía sólo siete meses ¡Siete! ¿Qué pasa? ¿Que en cuanto el bebé prueba su primera cucharada de fruta hay que quitarle la teta a toda velocidad no sea que ambas cosas sean incompatibles? Vamos, hombre. La alimentación complementaria es eso: COMPLEMENTARIA ¿Y a qué complementa, os preguntareis vosotros, curiosos de playa y piscina que no dudáis en dar vuestra opinión sobre el tema? Pues A LA TETA O AL BIBERÓN. No va a ser al whisky. Así que no. No la usa de chupete. Come o bebe de ella, la cantidad que le hace falta en cada momento. Gracias.
  4. Number For. Situación: vecina ya mayor que me para por la calle poco después del nacimiento de Tulga y que se asoma al carrito para ver a la criatura. Tras constatar que es una niña, se gira a la Mayor que me acompaña y le suelta: «Así que una hermanita ¿eh? Dile a mamá que tú quieres un hermanito ¿Por qué querrás tener un niño, no?«. Por donde empiezo, alma de cántaro. En primer lugar, tú no eres quien para cuestionar mi vida reproductiva ni para insinuar que debo seguir teniendo niñas de manera indefinida hasta que me nazca un varón que, como todo el mundo sabe, es el mayor deseo de cualquier mujer que se precie. Lo mismito que en la Edad Media. Y en segundo lugar: dejad ya de dirigiros a mi hija para estas cuestiones. Tiene tres años. No pilla las indirectas, ni el sarcasmo (gracias a Dios, por otro lado) y no tiene por qué haceros de recadera. Mi Mayor no quiere un hermanito macho. Ni se lo ha planteado ¿Para qué confundís a la pobre criatura y me obligáis a mi a convencerla de que estoy feliz de la vida con el hecho incuestionable de que Tulga sea niña? Parece que es obligatorio tener la dichosa parejita para que la familia sea completa, cuando a mi me encantan mis hijas y no las cambio por todos los pitilines del mundo!!!!
  5. Number Faif. Poco después de reincorporarme al trabajo tras la baja de Tulga me puse enferma. Me tiré una semana y media con fiebre alta y sin otro síntoma que un terrible dolor de cabeza. Cuando vi que la cosa no remitía y que al final había tenido que faltar al curro un par de días por no poder con mis huevos, le pedí cita al médico. Éste, un señor mayor, muy majo y pachorroso, me miró sin mucho entusiasmo, me hizo una prueba de orina por si había infección (que no la había) y al final se decidió a recetarme antibióticos. Antes de que escribiera nada en el papel, le advertí que aún estaba amamantando a mi hija y entonces, él, el MÉDICO, me suelta: «¿Cuánto tiempo dices que tiene la criatura? ¿Casi cinco meses y medio? Pues ya está bien de teta, que si te pones mala solo puedo recetarte amoxicilina«. Alé. Con un par. Me parece flipante que mi médico de cabecera me recomendara destetar a un bebé de menos de seis meses sólo por si acaso tenía que recetarme algo más fuerte que la amoxilicina. La fiebre se me pasó a la segunda toma de antibiótico y no he vuelto a necesitar nada más desde entonces ¿Y si le hubiera hecho caso aquel día? ¿Y si fuese una primeriza asustada sin idea de nada y con fe ciega en el personal sanitario? Hubiese acabado de modo abrupto con una lactancia estupenda sin ninguna falta. En fin.
  6. Number Six. Cuando llevé a Tulga a la revisión de los 9 meses entramos en la consulta caminando, porque la chiquilla estaba en plena fase de «paso-de-arrastrarme-por-el-suelo-frío-así-que-dame-la-manita-mamá» y no había forma de llevarla de otro modo. Al verlo la enfermera de pediatría se echó las manos a la cabeza y exclamó muerta de risa: «Mira, Fulanita, ven, corre. Mira como esta peque de 9 meses se pone de pie y da pasitos agarrada a su madre… ¡Y está sólo con pecho!» ¿Pero qué le pasa al personal médico de esta, nuestra comunidad? ¿Es que si mi hija tomara biberón no sería raro que caminara con 9 meses pero si le doy teta sí? Venga, hombre, no me toques las narices…
  7. Number Seven. Un día tuve que ir al trabajo por la tarde (mi horario es sólo de mañana, pero en ocasiones me caen unas horas extra o un viaje al que no puede faltar). A veces el costillo puede quedarse con las niñas, pero otras no y entonces me las llevo al despacho o a donde toque y nadie dice ni mu, porque estoy fuera de mi turno y haciendo un favor (tengo suerte con mi jefe. Lo reconozco). Aquel día iba sólo con la Mayor, porque había dejado a la Peque a merendar en la guardería y a las 6:30 tenía que pasar a buscarla, así que cuando se hizo la hora me despedí del cliente con el que hablaba de la manera más educada posible y me giré a ponerle la chaqueta a la Enana. El buen señor, tras lanzar un profundo suspiro, no pudo evitar comentar: «Esto de las hijas es una esclavitud, ¿no?«. Pues no. Mire usted, mis niñas son mis tesoros, no mis negreras. Que sí, que a veces son un poco cargantes y no me dejan ni mear tranquila, pero son lo más bonito que hay sobre la faz de la Tierra. Y, otra vez, morderos la lengua delante de la Mayor, que no está sorda ni es tonta y luego quiere saber porque ese señor dijo que ella y su hermana eran una esclavitud «¿Y qué es una esclavitud, mamá?» «Nada, cariño» «Pero algo es. ¿Qué es? ¿Porque soy una esclavitud?», «Que no es nada, no te preocupes»…. Y así 10 minutos. Joder.
  8. Number Eig. Cola del super. Una niña de la mano y la otra metida en el mei tai mientras empujo el carrito casi con los dientes. Una pareja a nuestra espalda empieza a hacer cuquimonadas a Tulga, que está para comérsela. Y dos minutos después él me mira y me dice muy serio: «Deberías llevarla en un cochecito y no ahí subida, porque al final eso va a traerte consecuencias…«. No especificó cuales, menos mal, porque ganas me entraron de pedirle que se pusiera en mi lugar dos segundos y probara a empujar una silla de niño y un carro de la compra a la vez… ah, y sin perder de vista a un torbellino de tres años cuya mayor afición en sacar tropecientos turnos del cacharro de los número de la pescadería.
  9. Number Nain. «Tulga ya tiene un año, deberías quitarle el pecho para que deje de ser tan dependiente de ti«. Así. Sin paños calientes. Autora de la perla: la directora de su guardería, pero podría haber venido de mi madre, de mi suegra y hasta del Papa de Roma.
  10. Y ya para terminar este TOP TEN de las tonterías escuchadas a lo largo de los últimos 12 meses, me he guardado lo mejor para el final. Os explico: poco después de reincorporarme al trabajo tras la baja maternal de Tulga, vino a verme al despacho una conocida para ofrecerme participar en un proyecto. El tema escapaba a mi área de conocimientos habitual y aceptarlo me habría supuesto un enorme esfuerzo, además de tiempo a raudales, cosas de las, que en esos momentos, no disponía (Inciso: he de aclarar que si la buena señora vino a buscarme era porque necesitaba desesperadamente cubrir un hueco y le daba igual un pulpo que un centollo para hacerlo. Mi cualificación o idoneidad se la traían al fresco). El caso es que tras pensarlo diez segundos le dije que no, gracias. Que lo sentía mucho, pero en mis actuales circunstancias (bebé de seis meses, niña de tres años recién cumplidos, vuelta al curro tras un largo periodo fuera…) no podía asumir algo de ese calibre. Podría haberse ido y tan amigas. Pero no. Antes de hacerlo me soltó: «Vale. Está bien. Pero si me permites un consejo tienes que ser un poco menos madre y pensar más en tu carrera profesional…«. No supe qué contestar. A lo mejor hubiera ido bien algo del tipo: «Mira, bonica, tu hijo pequeño tiene 18 años y ya sabe limpiarse el culo solito, pero las mías acaban de salir del huevo…» o «Soy superfeliz con mi situación profesional actual y me importa tres pepinillos en vinagre tu asqueroso proyecto» o «¿Y a ti qué más te da lo que hago con mi vida?». Pero no. Me quedé calladita, sonreí y le dije «Claro. Hasta luego». Si es que a veces somos nuestras peores enemigas…

Y hasta aquí mi repaso de los «Perdonaaaaaa» más sonados de este año ¿Qué me deparará el futuro? Ains, seguro que aburrimiento no….

Lo que (de verdad) necesita un bebé

Hace unos meses, Carmen, del estupendo blog No soy una drama mamá, publicó un par de post sobre lo que cuesta (económicamente) traer un hijo a este mundo. Si sentís curiosidad sólo tenéis que pinchar aquí y aquí. En serio. Merece la pena. Os haréis fans suyas a los 10 minutos, ya veréis.

El caso es que me pareció un tema interesante y como a mi amiga N. le queda poquito para conocer a sus mellizas he decidido dar un repaso a lo que (de verdad) necesita un bebé. Antes de empezar, un aviso a navegantes: pienso centrarme en lo que, desde mi humilde opinión, es absolutamente imprescindible para el nuevo miembro de la familia, porque luego cada uno en su casa hace lo que puede o le apetece y si unos padres recién estrenados quieren comprarle chupetes de oro de 24 quilates o pañales de seda púrpura al churumbel como complemento indispensable están en su derecho (si su cuenta bancaria se lo permite). Dicho esto, vamos allá con el Top Ten del baby’s party:

1) El primer lugar lo ocupan, sin duda, los pañales. No hay vuelta de hoja. De esto vas a tener que comprar sí o sí, y además durante una buena temporada que puede oscilar entre los 18 meses (¡los auténticos cracks de la vegiga!) y los tres años. Cualquiera que se haya paseado por un supermercado se habrá dado cuenta de la enorme variedad que existe de este artículo, que si sensitivos, morfológicos, de agua, tipo braguita….vamos que hay un pañal para cada tipo de culo. Al principio es normal volverse loca y comprar lo más de lo más, sólo por estar segura de no meter la pata y cuidar la piel de nuestro miniser. Luego te das cuenta de que  todos los pañales son más o menos iguales y al final se impone la cordura y el bolsillo y te tiras de cabeza a marcas blancas y ofertas de todo tipo.

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Durante los últimos cuatro años he probado un poco de todo y, por si a alguien le sirve mi experiencia, puedo decir que los de Carrefour y Mercadona son los mejores, sobre todo los primeros por la gran variedad de tallas y formatos que presentan. Empezaron siendo una mierda, pero luego se pusieron las pilas y ahora no entran otros en casa. También están muy bien los dodot basic (los de la bolsa naranja) y los dodot de toda la vida, que puedes conseguir a buen precio si pillas una oferta. Los que no recomiendo en absoluto son los huggies. A mi por lo menos me parecieron horribles, rígidos, poco absorbentes y con muy mal ajuste. Pero, oye, es mi opinión personal.

De un tiempo a esta parte también se han puesto super de moda los pañales de tela, como los que vende esta tienda online. Son mucho más caros (un solo pañal te puede salir por la friolera de 23 euros!), pero se supone que tras el desembolso inicial ya no vuelves a comprar ni uno (y un cojón de pato, con perdón. Porque el crío va a crecer y vas a tener que renovarle el ajuar por lo menos tres o cuatro veces, tirando por lo bajo). Conozco un par de casos en los que las mamis están encantadas con ellos, son ecológicos, reutilizables hasta el infinito (o eso se supone) y mucho más delicados con el culito del bebé que los de celulosa. Como no los he probado no puedo opinar. En el fondo son los que usaron con nosotros nuestras madres o abuelas, así que innovadores, innovadores, no son. Cuando nació la Mayor ya los conocía, pero ni me lo plantee por pura y dura vagancia: ya pongo suficientes lavadoras a la semana como para andar añadiendo una extra de pañales. Y eso sin mencionar que el invierno aquí  es muuuuuy largo y frío a rabiar, lo que se traduce en que, durante meses, la ropa tarda una semana entera en secarse (¡incluso dentro de casa!). Vamos, que o me compraba una secadora (y entonces sí que es verdad que los pañales me saldrían por un pico) o me veía con ellos en el horno. Conclusión: tachados de mi lista.

2) Los alrededores del pañal. Dentro de este concepto se incluyen toallitas (de usar y tirar o de tela, que también las hay), la crema para el culito, el cambiador y otras zarandajas (como gasas, suero fisiológico para mocos y conjuntivitis, la famosa vitamina D3, etc.). En su momento yo compré esté cambiador de IKEA, con sus dos fundas lavables y a día de hoy es el que sigo utilizando instalado en este mueblecito que pienso transformar en estantería en cuanto Tulga crezca lo suficiente. Ya os he hablado también de la crema que uso y con la que estoy encantada de la vida: Eryplast, de E45. Resulta un poco cara, pero el bote grande me dura tranquilamente un año y es tan efectiva que merece la pena.

3) La hora del baño (es mi hora favorita). Yo me he apañado muy bien con una bañera de plástico (también de IKEA ¡Si es que conmigo se forran!) y unas cuantas toallas fabricadas en serie por mi suegra. En cuanto a jabones, el que más me gusta es el de marca blanca de Carrefour, con olor a lavanda. No es demasiado perfumado (de hecho casi si ni se nota, lo que agradezco porque odio la lavanda), resulta muy suave y da mucho de sí. Como la Mayor ya lleva unas greñas considerables además de champú uso un suavizante de Jonhson, pero Tulga con un poco de agua tibia va que chuta, que sigue pelona. Los juguetes también son imprescindibles y los tienes de todo tipo y condición, desde el típico patito de goma de los chinos a barcos de lo más elaborados. Todo va en función de gustos (y de la capacidad del bolsillo). Un consejo: al menos que el agua de vuestra ciudad sea como la de Lourdes, secad bien los trastos al terminar el baño, porque si no se ponen perdidos de cal, restos de jabón y hasta moho. Ainss, cuántos patitos han terminado en la basura por esto!

4) ¡A vestirse! Ropa hay que comprar, eso está claro, pero no tienes por qué gastarte tropecientos mil euros. Hay ropa muy bonita y barata en H&M y en Primark (lástima no tener uno cerca!!!!!) y en grandes superficies como Eroski o Carrefour. Por su puesto existen grandes marcas que hacen ropa supercuqui y carísima para niños, pero si no quieres o no te lo puedes permitir, tranquila que desnudo no vas a llevarlo. Además, cuenta con que la mayoría de tus amigos, conocidos, vecinos y familiares te van a regalar ropa cuando nazca el niño (otro consejo: pedid que calculen edades y tamaños, aunque sea a ojo, para que no te encuentres con ropa de verano en invierno y viceversa. Ah, y que les quede claro que la criatura no va a quedarse para siempre en formato «recién nacido», que al final te llenan el armario de pijamitas para un mes y cuando el crío cumple seis no tienes ni un triste pantalón que ponerle). Mientras han sido bebés, mis hijas han ido vestidas toooooodo el rato con su body y un pelele. Es lo más cómodo, rápido de poner y quitar y resulta muy abrigadito. Además, como lleva pie incorporado, no necesitas estar peleándote para que los calcetines le duren puestos más de tres minutos. Eso sí, para gustos, colores, y si tu quieres llevar al crío como si fuera de boda para ir al parque es cosa tuya. Faltaría plus.

5) De paseo. Si aspiras a salir alguna vez de casa con tu hijo tienes que comprar algo para acarrearlo, ya sea un carrito o uno de los mil portabebés que existen en el mercado. A ver, pros y contras:

El carrito: Pros: Es cómodo y da igual el tamaño del bebé. Puedes llenarlo hasta arriba de trastos que no lo notas porque vas sobre ruedas. La mayoría se puede tumbar e incorpora sombrillas o capotas para el sol lo que lo convierte en el lugar ideal para echar siestas por la calle, cuando esteis de vacaciones o en casa de los abuelos. Casi todos incluyen ya la silla grupo 0 para el coche, por lo que no tienes que comprarla a parte. Contras: Es un trasto que pá qué. Como vivas en un piso pequeño prepárate porque se convierte en un habitante más de la casa. Lo mismo digo del coche: dependiendo del modelo, incluso plegado, se apodera de todo el maletero y te obliga a viajar con un cortauñas por todo equipaje. Además, a pesar de lo chachispirulis que somos ahora, ni las ciudades ni los edificios están preparados para personas en sillas de ruedas o similares: coches aparcados en triple fila, ausencia de rampas o ascensores, pasillos superestrechos… Ir de compras con un carrito es una de las cosas más agotadoras que he hecho en toda mi vida. Por otra parte, hasta los modelos de segunda mano, son carísimos. Parece que en vez de una silla para el crío te estés comprando un ferrari. Que digo yo que estás historias, como las guarderías, deberían estar subencionadas, porque si no no hay economía que las resista. Y, por último, aunque no menos importante, la idílica imagen que tenemos en la cabeza del niño feliz y sonriente sentado en su sillita durante horas es más falsa que un Judas de plástico. Hay niños que no quieren estar en el carrito, que a los dos minutos de subirles se ponen como fieras y quieren bajar o estar en brazos de mamá… y allí vas tú con tu churumbel en un brazo mientras empujas el cochecito con el otro y te cagas en la dependienta de la tienta que te convenció, Marisol, que no había utensilio más ligero y práctico que el suyo en mil kilómetros a la redonda.

Los portabebés. Los hay muy variados y diversos, desde las bandas elásticas a las mochilas «colgonas» como esta de Chicco. A nosotros nos dejaron una muy parecida cuando nació la Enana, pero entre que yo veía a la chiquilla incómoda ahí espatarrada y que me hacía un lío con sus correas y ganchos, a penas la usé. En cambio sí que utilicé el pouch que me dejó mi vecina M. (¡gracias, guapa!), especialmente mientras la niña fue pequeña (luego ya no porque me destrozaba la espalda), así que cuando nació Tulga buceé por la web y di con mi piedra de toque personal en esto del porteo: el Mei Tai. Se trata de un portabebé ergonómico de origen oriental, que consta de un rectángulo de tela y cuatro tiras que se anudan a la cintura. Es similar a una mochila, pero su ajuste se realiza mediante nudos sencillos. En este enlace podéis ver el vídeo de yotube en el que aprendí a usarlo en a penas cinco minutos. Lo compré de segunda mano por poco más de 20 euros y ha sido, de lejos, la mejor inversión que he hecho en mi vida. Tulga lleva ahí metida casi desde que nació y la cosa va para largo. Veamos ahora los pros: la mayoría son ligeros, plegables- caben en una maleta y hasta en un bolso mediano-, resultan infinitamente más baratos que cualquier carrito y te dejan las manos libres. Las escaleras, bordillos y otros obstáculos arquitectónicos desaparecen y puedes caminar a buen ritmo con tu miniser a cuestas sin cansarte demasiado. No he conocido a ningún niño al que no le guste estar en brazos o pegadito a alguno de sus padres así que son pocos los que protestan por ir ahí arriba. Contras: no tienes dónde llevar un triste pañal o paquete de toallitas y son un coñazo en invierno a la hora de ponerse el abrigo, porque o te compras uno especial de porteo o no puedes abrocharte el tuyo y te pelas de frío (¿he dicho ya que donde vivo hace siempre una rasca de tres pares de narices?). Además, al menos que seas de acero colado, llega un momento en que ya no puedes tirar de tu pequeñajo. Sí, el peso se distribuye de vicio y con el Mei Tai casi no me sufre la espalda, pero ir de arriba a abajo todo el día con 7, 8 ó 10 kilos muertos colgados del cuello cansa lo suyo. Por todo ello, y como en otras muchas cosas, no me caso con nadie y hago un mix: uso el carrito y el Mei Tai indistintamente en función de mis necesidades y por ahora estoy bastante contenta con el resultado.

Aún me faltan un par de puntos (el dormir y el comer, mayormente), pero entre la gran cantidad de enlaces que os he puesto (¡como pinchéis en todos os vais a tirar dos horas leyendo el post!) y que cuando me pongo a escribir no tengo medida, creo que será mejor que lo deje por ahora. No me resisto, sin embargo, a recomendaros un último vídeo, porque después de verlo os quedará meridiano lo que de verdad verdadera necesita un bebé: sólo a su mamá.

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