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Mitos sobre la lactancia (o que no decir a una madre que está dando el pecho)

Como sabéis me he metido de lleno en la campaña de #BloguerasxLaLactancia, para ser más exactos en el equipo capitaneado por mamá bocachancla, porque sí, porque me pierden las buenas causas, sobre todo si para echar una pata basta con apretar un botón. Tal que así:

boton-alarma

Venga, bah, haz un click, que no cuesta trabajo…

El caso es que meditando sobre el tema, me fijé en que unos de los objetivos de la campaña era, literalmente, «derribar mitos y falsas creencias sobre la lactancia y el hecho de amamantar». «¡Ay, nena!», pensé dando saltitos de júbilo, «¡esto es lo tuyo! Venga, arremángate y ponte a darle a la tecla…»

Y es que después de los dos años y medio que me he pasado con la teta fuera dando el pecho a mis hijas, creo que estoy capacitada para enumerar las chorradas que circulan por ahí sobre la lactancia materna. Así que, viejas del visillo del mundo, estas son algunas cosas que NO hay que decir NUNCA a una madre que está amamantando a su hijo.

  1. «Ese niño se ha quedado con hambre… ¿estás segura de que tienes leche?». A ver ¿Por dónde empiezo? Un bebé, y en especial un recién nacido, no sabe hablar. O sea. No puede decir: «Mamá, colega, dame un bocata de jamón, que esto de la teta está bien para los corderos pero no es para mi». Entonces ¿cómo sabes – más allá de toda duda – que la criatura llora porque no está satisfecha? Lo normal es que tenga gases, que esté incomodo porque no puede hacer caca o simplemente que quiere seguir  en brazos un rato, que tampoco pasa nada. No hay  que arrojar al crío en la cuna nada más darle de comer. No es obligatorio. Con esta premisa, cuestionar a una madre sobre su capacidad para alimentar a su  hijo no sólo es una falta de sentido común, sino que puede acabar con una lactancia perfectamente sana y funcional. Los casos reales en los que una mujer no tiene leche son raros y suelen deberse a motivos médicos, así que asumamos de una vez que el 98% de las hembras humanas del planeta están capacitadas para dar de mamar a sus hijos. Ya es chiripa que te topes justo con la que tiene un problema clínico sin diagnosticar… Respuesta que hay que dar a la vecina del quinto cuando te suelte una perla como esta: «Leche tengo a litros ¿quieres probar?». Si te dice que sí, que se haga mirar lo suyo primero…
  2. «¿Otra vez está mamandoooooo? Pero si acaba de comer…». Ya. Sí. Es lo que se conoce como lactancia a demanda. En otras palabras: dar teta al niño cada vez que la pide, sin mirar el reloj ni ponernos horarios, lo que significa que la cantinela de «cada tres horas y 15 minutos en cada pecho» no sirve. Por lo menos para la inmensa mayoría de los churumbeles. Un bebé puede tirarse una hora mamando sin problemas y volver a pedir teta 40 minutos después. Es normal. Es lógico. Está aprendiendo a succionar de forma eficiente y efectiva (luego 10 minutos le sobran y le bastan para sacar la ración que le corresponde). Si no se pone al niño al pecho cada vez lo que pide, la producción de leche, que se regula precisamente con la demanda, puede verse comprometida. Esta cuestión ha puesto fin a muchas lactancias de manera prematura así que, si la carnicera del super, tu suegra o la enfermera de pediatría (mismamente) se escandalizan por el hecho de que tu hijo se alimenta cuándo tiene hambre y no cuando «toca», le dices: «Es que lo estoy cebando para convertirlo en luchador de sumo ¿no te has enterado de que es el deporte del futuro?». Y te despides con una reverencia. Sayonara, baby.
  3. «Tienes que comer mucha miga de pan/leche/levadura de cerveza/pollo con patatas para tener más leche». Hay miles de mitos sobre alimentos que, en teoría, estimulan la producción de leche en las madres, pero son solo eso: mitos. Da igual lo que comas, la leche que produzcas dependerá, como ya he dicho, de las veces que pongas al pecho a tu hijo: cuando más chupe, más leche habrá. Incluso en situaciones de emergencia, en las que las que la madre no puede alimentarse a sí misma de forma adecuada (como durante un conflicto bélico o en situaciones de hambruna), seguirá produciendo leche, sacada de sus reservas corporales, para dar de comer a su bebé. Solo una desnutrición severa acabaría por «secar» un pecho lactante. Ahora, si tu quieres beberte seis litros diarios de cerveza 0,0 por si las moscas, daño no te va a hacer.  Como mucho, harás más pis… En cuanto a la respuesta a semejante sugerencia gastronómica la mía fue: «Ah, ¿pero las galletas de chocolate no valeeeeen?», dicha con los ojos llenos de inocencia angelical.
  4. «¿Aún le das el pecho? Pero si ya tiene seis meses…». Un momento: no mezclemos churras con merinas. Parece que en cuanto un niño empieza con la alimentación complementaria hay que destetarle cagando virutas, como si ambas cosas fuesen incompatibles. Y no. La leche materna debe seguir siendo la base de su dieta, aunque ya coma otras cosas. Las lactancias prolongadas siguen siendo una rara avis, y parece que las madres que las practicamos tenemos que justificarnos por dar el pecho a niños con dientes («es que come muy mal», «no le gusta el biberón», «la voy a destetar pronto»). Si alguien se escandalizaba por verme amamantar a Tulga con 12, 15 o 18 meses normalmente no contestaba, me limitaba a sonreir y a encogerme de hombros. Aunque alguna vez me quedé con ganas de soltar: «Le voy a dar teta hasta que vaya a la universidad, a ver si así evito que se de al calimotxo, ¿cómo lo ves?».
  5. «Te está usando de chupete». El pecho no sólo es alimento: es amor y consuelo, y sí, a veces un bebé o un niño mama por razones distintas al hambre o la sed. Pero eso no es malo. Es otra forma de calmar a nuestros hijos (igual que darles un chupete de verdad, de los de plástico, solo que este no se pierde, no se mancha y no hay que esterilizarlo). Si a la madre no le importa ¿por qué tiene que importarle a su prima la de Cuenca? En cuando la propietaria de la teta se canse, seguro que encuentra la forma de poner fin a ese «uso indebido» de su anatomía. Mientras tanto, la respuesta es: mis pezones son míos y los empleo como quiero.
  6. «A partir de cierta edad la leche materna ya no les alimenta». Uffff. Si esto fuera verdad, mi hija no habría sobrevivido a su primera infancia porque ha habido temporadas (estando enferma sobre todo) en que la única cosa que aceptaba era mi teta. Y no me refiero a un día o dos, sino hasta a dos semanas enteras sin tomar otra cosa. Ni una galleta, ni un trozo de pan. Nada. Niente. La leche se va adaptando a las necesidades alimenticias del bebé, tanto durante la toma como a lo largo de tiempo, por eso al principio de la toma la leche es más clara, para calmar la sed, y al final es más espesa y grasa para llenar el buche. Nunca le digas a una madre que su leche ya no «vale», «está aguada» o le hace «más mal que bien» a su hijo. Y si lo haces asume que la respuesta puede ser: «Lee un poco e infórmate del tema antes de abrir la boca».

Y hasta aquí mi colección particular de mitos sobre la lactancia. Seguro que vosotras tenéis algunos más! Ahora solo os queda votar a nuestro equipo y echar una mano a Acción contra el Hambre y las personas que nos necesitan en la región del Sahel. Vamos, chicas, que esto es la leche!!!!!!

La hora del destete

Al final ha pasado: Tulga ha dejado de tomar el pecho, aunque ni ella ni yo estábamos preparadas para terminar nuestro idilio de leche. Ha sido una imposición. Un «nomequedamásremedio», imperante e ineludible.

Todo el mundo me dice que he «cumplido», que la criatura tiene dieciocho meses y buen diente y mi teta, a estas alturas, le hace «más mal que bien» (mi suegra dixit). Pero yo no lo creo… No creo que «se cumpla» dando de mamar a tu hijo más o menos tiempo, ni que dieciocho meses sean muchos. Y, por supuesto, darle el pecho a mi Pequeña no puede perjudicarla en absoluto. La teta no es «caca» para una niña mayor, como ha comentado mi padre, ni me esclaviza a mi ni la hace a ella dependiente ¡Qué no, coño!

Y como me he mordido la lengua en persona, por no dar más explicaciones de las necesarias o generar malos rollos, lo digo aquí alto y claro: nosotras éramos felices. Nos iba bien. Nos entendíamos…

Sin embargo, a veces la vida toma decisiones por ti y no queda más remedio que aguantarse. Decir: pelillos a la mar y a otra cosa mariposa, aunque sea con todo el dolor de tu corazón. Y eso es lo que he hecho.

Hace 20 días me diagnosticaron una neumonía. La gripe mal curada, fíjate. Tropecientos grados de fiebre y un dolor en el costado que me impedía hasta levantar el brazo. En urgencias me hincharon a antibióticos y, al saber que era madre lactante, me informaron de que, aunque el tratamiento no estaba contraindicado, era posible que afectara al bebé. «¿Y qué hago entonces?», pregunté. «Pues eliminar tomas. Cuantas más, mejor. Y si no remite, destetarla».

Al segundo día, Tulga se me descagó viva. Vamos, que le dio una diarrea de tres pares de narices (como, por cierto, luego me daría a mi. Completita que es una). Yo estaba hecha fosfatina, febril y dolorida y tengo que confesar que me acojoné: «Joder, estoy envenenando a mi hija», fue la idea que cruzó por mi mente… Eliminé todas las tomas diurnas. De golpe. Zás. Como el que se quita una tirita. Sólo mantuve la toma que hacía de madrugada por dos razones: era la más alejada de la medicación (unas 12 horas) y, sinceramente, no podía con mis huevos. Me veía incapaz de prepararle un biberón a las tres de la mañana con cuarenta de fiebre…

La diarrea remitió en seguida y yo, aunque pasé un par de días con los pechos hinchados y abultados, no tuve las molestias que recordaba de cuando desteté a la Mayor. Quizá porque tomaba ibuprofenos como caramelos, que todo puede ser. La primera semana fue terrible. Tulga me pedía «tetita» a todas horas, intentaba llegar a mi pecho arañando, pellizcando y hasta mordiendo y de no ser por el pavor que sentía a que mis medicinas le hicieran daño, habría cedido a sus deseos al minuto dos. Luego la cosa se calmó. Empezó a aceptar biberones como alternativa y establecimos una nueva rutina compuesta de leche de vaca, mimos y una tetina de látex.

El tratamiento inicial era de 10 días, pero cuando fui a revisión me lo prolongaron una semana más y, luego, otros tres días. Ahí se acabó definitivamente nuestra lactancia. Y es que el cuerpo es sabio y tras reducir de manera drástica las tomas y dormir Tulga dos noches del tirón, empecé a quedarme sin leche. Me di cuenta una madrugada cuando la Peque comenzó a pelarse con mi pecho, a gruñir como un cochino jabalí y pasar de una teta a otra con frustración. Por si a la torpe de su madre aún le quedaban dudas de cuál era era el problema, la chiquilla acabó señalando la puerta y gimiendo: «bibe». Me levanté y le preparé un biberón ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarla con hambre? La escena se repitió otras dos o tres noches y a la cuarta ya ni siquiera intentó mamar. Directamente echó mano al biberón que tenía preparado en la mesita de noche.

Y eso fue todo.

Tulga ha seguido buscando el pecho ocasionalmente, sobre todo a la hora de la siesta, pero sin mucho afán. Nada tan aparatoso y apremiante como aquella primera semana en la que acabé como si me hubiese peleado con un tigre de bengala. Por su parte, mis tetas se resignaron y terminaron desinfladas y colgando igual que dos bolsas de té usadas. Llena de pena, el viernes santo, le dije adiós a mi último bebé y hola a mi nueva niña mayor. Se acabó esta fase de mi vida. Se acabaron los sujetadores de lactancia, los escotes generosos, el consuelo inmediato en cualquier lugar y situación. Se acabó sentir mis pechos llenos, desbordantes de leche, el hormigueo en los pezones al comenzar a mamar, el saber que todo lo salía de mi era lo mejor para ella.

Pero cuatro años de maternidad me han dado sentido común a raudales, así que como el mundo me ha dado sal, he optado por preparar unos tequilas… Y es que vuelvo a ser yo sola. Yo y solo yo. Sin una extensión de mi colgada del pecho y eso se merece, por lo menos, un brindis.

 

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¡Por Tulga!

Voy a echarlo de menos…

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