Miedo a todo

Mis hijas nunca han sido cobardes. De hecho, si pecan de algo, es precisamente de lo contrario: de ser muy echás pa’lante. Sin embargo, desde hace un par de semanas Tulga le tiene miedo a todo, y cuando digo a todo, quiero decir A-T-O-D-O. Es verdad que en su escala de pavor hay prioridades, sutilmente diferenciadas por la fuerza con la que se agarra a mi pierna, pero en general mi existencia se ha convertido en un sinvivir constante… Os cuento:

De un tiempo a esta parte, la Pequeña ha desarrollado un miedo atroz a cualquier ruido fuerte, desde la batidora al cortacesped. Da igual que antes fuera capaz de subirse a la aspiradora y jugar al arre caballito mientras yo me deshacía de los pelos del chucho pegados a la alfombra. Ahora es escuchar el más ligero barullo y ponerse a gritar como si la estuvieran despellejando. La cosa sería más o menos controlable si no fuera porque el espectáculo lo monta donde sea: en la piscina, en el parque, en medio del supermercado… Oye una sirena y se pone frenética, y ahí estás tú, con un gremlin desesperado colgado del cuello, dando patadas y mordiscos a diestro y siniestro, mientras con el rabillo del ojo vigilas que la Mayor no se ahogue al tirarse al agua sin manguitos y te contorsionas como una serpiente en un esfuerzo vano de que no se te baje el bañador. Y claro, todo esto, con un miniser que no admite explicaciones ni justificaciones, y al que le importa tres pepinos y un pimiento morrón si el limpiahojas del jardinero es inofensivo o un discípulo de Satán… La única solución es desconectar lo que la altera si está en nuestra mano y si no, alejarnos cuanto sea posible del origen del estruendo.

Otra cosa que la aterra son los coches y las motos, aunque puede que yo tenga la culpa de esta fobia repentina. Al vivir en la urbanización de un pueblo minúsculo, donde el concepto de tráfico denso se traduce en uno o dos coches a la hora y, quizá, un tractor en prácticas, cuando vamos a la ciudad me pongo de los nervios cada vez que las niñas se acercan a un paso de cebra o a un semáforo en rojo. «PÁRATE AHÍ!!!! NO CRUCES!!!! DAME LA MANO!!!! CUIDADO QUE PASAN COCHES!!!». Lo reconozco. Se me va la olla. Pero en los últimos días cada vez que Tulga ve un vehículo a motor es capaz de trepar por mi pierna a la velocidad del rayo, que ni el mismísimo Juanito Oiarzabal hace cumbre con la rapidez de esta canija, oye. El resultado es un lloriqueo constante y la petición continua de refugiarse en mis brazos, cosa que con sus casi dos años me resulta cada vez más difícil y cansado. Vamos, que no puedo con ella y eso que sigue siendo peso plumón-de-mochuelo, porque su hermana a su edad podría haber pasado por lanzadora de jabalina olímpica… Dado que no puedo convencer a la humanidad de que aparque el coche y vaya andando, he iniciado un laborioso proceso de reeducación consistente en convertirla en fan de Fitipaldi y amiga de Carlos Sainz (padre o hijo, me da igual). Ya veremos si lo consigo…

En tercer lugar es incapaz de acercarse a una persona vestida de blanco, sea pediatra, enfermera, dentista, limpiadora o técnico nuclear. Lo suyo es acción-reacción: bata blanca y berrinche al canto. Y además me mira a mí de forma acusadora, como si fuera culpa mía la indumentaria del desconocido, en plan: «Mamá, me has puesto delante a gente de poca confianza, así que ahora apechuga con las consecuencias». Si para llevarla el otro día al centro de salud casi tengo que anestesiarla…

Para terminar a Tulga tampoco le gustan los bichos: ni caracoles, ni ranas, ni mariposas… y me escama, porque hace nada la sorprendí jugando con un par de lombrices del huerto, que no se comió de puro milagro, y ahora se echa a llorar si se cruza con una mariquita. Ampliando un poco el espectro, tampoco le entusiasman los pájaros (vistos de cerca, tipo paloma de plaza que te persigue en busca de pan. Los del cielo le molan mogollón), los gatos o los perros. Esto último me resulta incomprensible porque vive con una perra de tamaño más que considerable desde el día que nació, y a ella es capaz de tirarle de los bigotes y meterle la mano en la boca sin pestañear. Sin embargo, si ve en lontananza un chucho esmirriao, como un chiguagua o un yorkshire con su lacito en el pelo aprieta a correr hasta poner dos o tres kilómetros de por medio. Que yo pienso: «¿Acabas de arrancarle un mechón de pelos a un pastor alemán y ahora te cagas viva por esto? Venga hombre…», pero al igual que con los ruidos cualquier razonamiento es inútil. Los «no pasa nada», «no muerde» o «mira, mamá lo toca», no sirven con alguien que (aún) es más irracional e instintivo que lógico y mesurado.

Sé que es  solo una fase, y que pronto pasará, lo que no quita que resulte agotador. Así que si alguien tiene experiencia en fenómenos similares y ha dado con la fórmula mágica para solucionarlos, que no sea rata y la comparta… ¡Porfiplis!

 

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2 responses to “Miedo a todo”

  1. anigv says :

    Siempre me arrancas un par de carcajadas con tus posts, me encanta cómo escribes y desdramatizas la situación. Seguro que es, como dices, una etapa. Un beso y a disfrutar lo que queda de verano!😘😘

    • Norgwinid says :

      Muchas gracias por tus palabras. A toro pasado soy muy de desdramatizar las cosas (y a toro presente, también, que la vida es corta para andarse con tonterías!). Me alegra poder arrancaros una sonrisa con mis desventuras diarias! Besos y feliz mes de agosto!

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