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(Des)colechando

Tengo que decir que, como tantas otras cosas, el colecho llegó a mi vida por casualidad. Nunca leí sobre el tema, ni lo tomé por filosofía de vida y mucho menos lo consideré jamás la mejor manera de dormir con tus hijos, ¡voto a Bríos!

Pero, hete aquí, que la Mayor llegó a este mundo con insomnio y alergia a la cuna y tras semanas de vivir en estado zombi permanente, una noche me quedé dormida en la cama con la niña colgada del pecho. No fue premeditado. No lo hice a posta. Sencillamente me sobé ¡Y qué bien me vino! Esa fue la primera vez desde el parto que dormía más de dos horas seguidas y al amanecer casi no me lo podía creer. A la noche siguiente hice la prueba de tumbarla a mi lado y ¡de nuevo se obró el milagro! A ver: la jodía seguía despertándose cada dos o tres horas, pero yo no tenía que levantarme, ni encender la luz, ni pasar media hora en la mecedora intentando que se durmiera para que después volviera a abrir el ojo nada más posarla en la cuna… Me sacaba una teta (o le enchufaba un biberón) y a dormir tan ricamente las dos.

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Cambia sillón por cama, pero el caso es el mismo

Fijaros hasta qué punto no tenía ni idea de que era eso del colecho, que un par de meses después, la criatura me dio uno de los mayores sustos de mi vida: se cayó de la cama. Acababa de aprender a darse la vuelta y a girar sobre su barriga y se ve que decidió probarlo a las tres de la mañana. A mi ni se me había pasado por la cabeza que algo así pudiera ocurrir y no tenía instalada ni la más mínima medida de seguridad ¡Cataplof! Buaaaaaaaaaaaaa! La repasé de arriba abajo, tocándole los bracitos, las piernas, los hombros, examinando su cabeza… Parecía estar perfecta (de hecho creo que lloraba más por el susto que por el golpe), pero a mi estuvo a punto de darme una taquicardia. Me pasé el resto de noche despierta, vigilando sus movimientos y pensando si debía ir a urgencias.

«¡Ostras, Pedrín!» me dije para mis adentros «Esto no puede volver a pasar. Habrá que tomar cartas en el asunto…»  Y allí que fui yo a consultar a la que, por entonces, era mi oráculo personal en esto de criar pimpollos, mi amiga y vecina M. Cuando le comenté mi problema tardó exactamente 15 segundos en prestarme la barrera desmontable que había usado ella en su cama (y que a día de hoy, 4 años después, sigue puesta en la mía). De esa forma, me aseguraba dejar a la Enana entre la barrera y yo, o entre su padre y yo, y se acabaron los paseos nocturnos por el suelo.

La Mayor compartió nuestra cama mientras siguió con sus despertares nocturnos y, un poco antes de los dos años, casi por milagro divino, empezó a dormir del tirón. No la saqué de la cama comunal, ni la obligué a dormir en la suya. Sencillamente se acostaba en su cuarto por la noche y amanecía en él por la mañana. Por su puesto que lo primero que hacía al abrir el ojo era venir a verme, pero eso no me suponía ninguna molestia, más que madrugar los 365 días del año, incluyendo domingos y festivos (dolor amor de madre, que lo llaman).

INCISO: Tengo que aclarar, para todos aquellos que relacionan estrechamente el colecho, la lactancia materna y el mal dormir de los niños, que desteté a la Enana con 12 meses y aún así la criatura siguió dando por culo de forma intensiva hasta el año y medio, cuando los despertares empezaron a limitarse a uno o dos por noche hasta desaparecer poco antes de su segundo cumpleaños. De ello se deduce que el no dormir tiene tanto que ver con la teta como los cojones con comer trigo, cosa que pienso decirle a la cara al próximo opinólogo que me moleste con consejos no solicitados. FIN DEL INCISO.

Pasamos la barrera de la cama grande a la cama de la Enana (que hasta entonces se había apañado con una silla puesta al lado para evitar accidentes. Lo siento, hija. Tus padres son unos cutres) y allí siguió hasta que nació Tulga.

Yo tenía muy claro (cristalino, ¡fíjate!) que no iba a pasar por el mismo infierno que con la primera y desde el minuto uno la Pequeña durmió con nosotros. Por la noche la acostaba en la cunita que tenía en nuestro cuarto y en cuanto se despertaba la metía conmigo sin dramas ni historias. Resultado: tiempo de sueño de todo el mundo exponencialmente más largo que la vez anterior. Comodidad absoluta. Caídas al suelo: 0. El colecho (que a estas alturas es una institución en mi casa) nos ha permitido vivir felices a los cuatro… hasta ahora.

Y es que, amigas, todo lo bueno se acaba y el buen dormir no iba a ser la excepción. Mientras ha sido un bebé, he disfrutado mucho compartiendo almohada con Tulga, pero con 19 meses cumplidos es como tener al lado a una anguila eléctrica a la que alguien ha invitado a cien cafés. Se mueve, se retuerce, me da patadas y puñetazos, me tira del pelo, intenta saltar por encima de mi para llegar a donde duerme su padre, gatea por todos lados… Un show, vamos.

El colecho tenía una función: que todos pudiéramos descansar a pata suelta. Si no la cumple, habrá que replantearse el tema, porque todo eso de la crianza natural y con apego está muy bien, pero si para ponerla en práctica tengo que pasarme las noches en vela, va a ser que no.  No tengo espíritu de mártir, qué se le va hacer… Por eso ayer tomé una decisión importante: hay que ir descolechando

¡¡¡¡¡Cómo sea!!!!!

El problema es que es más fácil decirlo que llevarlo a la práctica y  no sólo por la Pequeña, OJOCUIDAO. Que servidora también está habituada a coger a su descendencia en mitad de la noche y echarle encima el edredón matrimonial sin miramientos, apurando minutos de sueño.

Tulga no se duerme con el biberón como hacía con el pecho. Se toma la leche con los ojos entornados y cuando termina, se mete el dedo en la boca y empieza su rutina de acunarse hasta caer en brazos de Morpheo (que no es el señor ese de Matrix. Aunque me molaría mucho!). El proceso puede durar entre 2 y 40 minutos y, claro, a las tres de la mañana una tiene las ganas justas de estar sentada en la mecedora, con una niña de 10 kilos en el regazo, esperando a que decida echar el cierre para volver a la cama… Creo que en la última semana he conseguido que duerma toda la noche en su cuna una sola vez. El resto de días he sucumbido y la he vuelto a meter conmigo en la cama, muy a mi pesar.

Estoy casi convencida de que hasta que no empiece a dormir del tirón (y hablo de forma habitual, no de higos a brevas, como hace en estos momentos), Tulga, el colecho y yo aún tenemos una larga historia por delante ¡Sólo espero que mi espalda (y el resto de mi organismo) la resista!

Lo que (de verdad) necesita un bebé II

Después de unos días de merecidas vacaciones hemos vuelto todos a la rutina y nada más sentarme frente al ordenador me he dado cuenta de que dejé una entrada sin publicar. Las prisas, las maletas, las ganas de poner pies en Polvorosa… algo se tenía que quedar a medias… y menos mal que no fue la llave del gas! Así que, allá va: la segunda parte de lo que (de verdad) necesita un bebé.

6) Ñam, ñam (o la hora de comer). Si das el pecho, la alimentación de tu hijo te sale totalmente gratis sus primeros seis meses de vida. Luego sólo tienes que ir introduciendo comida que normalmente ya tienes en casa como fruta, verdura, pollo, pescado, etc., en puré o en trozos, que en eso ya no me meto. En cambio si, por el motivo que sea, optas por el biberón no te queda más remedio que hacer un desembolso y agenciarte algo de parafernalia, pero, tranquila, que tampoco hay que volverse loca. Como ya sabéis (y si no, os lo digo ahora), la Mayor estuvo con lactancia mixta hasta los cuatro meses, cuando por fin conseguí instaurar el monopolio de teta. Yo ni me había planteado lo de la leche de fórmula así que, al volver del hospital, no tenía en casa ni un triste biberón. Mal. Por si las moscas no cuesta nada comprar un par de ellos y dejarlos en salmuera, no sea que luego te toque salir corriendo a buscarlos, como en mi caso. Al igual que ocurre con la ropa, en esto puedes gastarte lo quieras, aunque lo absolutamente necesario es: tres o cuatro bibes, a ser posible de los que ya llevan la medida de cucharadas de leche que corresponden por mililitros de agua, muy útil a las tres de la mañana cuando intentas alimentar a tu retoño con el ojo medio pegado, tetinas de repuesto y una lata de leche. Y ya. Por supuesto, hay mil cachibaches que te pueden facilitar la vida (y petarte los armarios) como calientabiberones, esterilizadores y hasta escurre biberones supercuquis, pero, en serio, no son imprescindibles. Es más: sé que alguna de vosotras pensareis que estoy loca o que no miro por la salud de mis hijas, pero aprovecho para confesar que no he hervido un biberón en mi vida. Jamás. Los he lavado muy bien con agua y jabón después de cada uso y antes de estrenarlos, pero, al menos que se trate de bebés prematuros o con algún problema de salud, me parece una pasada obligar a una pobre madre a realizar el complejo ritual de la esterilización del chisme tras cada toma.

En cuanto a las leches de fórmula las tienes del precio que quieras, desde las de marca blanca hasta las más caras, en las que el bote te sale a 20 euros (oro puro esa leche, digo yo). Durante sus primeros meses de vida la Mayor estuvo con Nidina de Nestlé. Probé una de Blevit (la primera que le endilgó la farmacéutica al Compañero cuando se presentó en su mostrador tres días después de nacer la Enana con cara de angustia vital), pero la estreñía cosa mala. Una vez más mi vecina M. vino en mi auxilio y me recomendó esa marca que fue la que utilicé hasta que pude pasarla a la teta.

Antes de abordar el último punto de la lista, un aviso a navegantes: no existe la menor duda de que el mejor alimento para un niño en sus primeros meses o años de vida es la leche materna. Pero a veces esto de la teta se complica o resulta directamente imposible. La lactancia se ha convertido, no sé por qué, en el caballo de batalla de muchas madres y he llegado a leer autenticas barbaridades en la red (insultos incluidos). Como ya dejé clara mi postura al respecto no voy a repetirme, basta con que os deis un paseo por aquí. He dicho.

7) Bienvenidos a la «guarde». Si tenéis la fortuna de ser madres trabajadoras, llegará un momento en que se os acabará la «fabulosa» baja de 16 semanas  que nos concede el Gobierno+ la acumulación de la lactancia + las vacaciones + los días libres o lo que sea que tengáis acumulado y no os quedará más remedio que volver al trabajo. Y claro, los bebés en esos sitios no suelen ser bien recibidos. Si el papá también trabaja y no podéis (o no queréis) tirar de familiares para hacerse cargo del retoño, sólo os quedan dos opciones: o contratar una niñera o meter al churumbel en la guarde. No voy a entrar en la polémica de si es bueno o no «aparcar» a los niños durante horas en una guardería… O sí, qué cojones, que hoy me he levantado reivindicativa: No es malo en absoluto. Es una necesidad. Ojalá me hubiese podido quedar con mis hijas en casa dos años, pero no he tenido opción. Con la Mayor me reincorporé a las 16 semanas dejando en manos de desconocidos a mi primogénita de menos de cuatro meses y con Tulga conseguí quedarme en casa hasta un día antes de sus cinco meses de vida, gracias a las vacaciones que no había disfrutado y que pude reclamar ¿Qué otra opción tenía? ¿Renunciar a un trabajo que nos hace falta para mantener a la familia? ¿Contratar a una persona que se hiciese cargo de ellas (tan desconocida, por otra parte, como las chicas que las cuidan en la guardería y que son un auténtico amor) y que no puedo pagar? ¿Traer a mis padres o a mis suegros desde sus respectivos domicilios a 400 y 800 kilómetros de distancia de mi casa? Las niñas han estado en la guardería el tiempo estrictamente imprescindible: o sea, mi jornada laboral que es más corta y definida que la del Costillo. Ni un minuto más ¿Lo he pasado mal? Muchas veces. He tenido la sensación de abandonarlas, de no cumplir con mis obligaciones como madre y me esforzado luego por compensarlas ¿Es justo? No. Es una mierda. Pero nadie tendría que atreverse a juzgarlo o decirme que no me preocupo por su bienestar, que las expongo a mil contagios (como si luego en el colegio las criaturas estuvieran en un medio más aséptico que un quirófano) o que si no puedo cuidarlas como Dios manda no tendría que haberlas tenido (todo cosas que he leído u oído sobre el tema).

Tras este desahogo, vamos al lío: el precio de una guardería (o niñera) puede variar bastante. Si la guarde es pública suele ser muy barata, aunque presenta dos problemas: sus horarios casi siempre son reducidos, incompatibles con cualquier trabajo normal y además a menudo están hasta la bandera. Vamos que tienes que reservar plaza antes incluso de quedarte embarazada. Las privadas son más caras, pero más flexibles, igual que las concertadas. Nosotros tenemos la suerte de contar con una concertada con el ayuntamiento del pueblo en el que vivimos que nos sale a un precio más que razonable: unos 180 euros al mes (comedor incluido). Las chicas que trabajan allí son todas maravillosas y mis hijas han estado atendidas, cuidadas y hasta mimadas. Es un gasto fijo, sí. Pero luego te devuelven casi todo en la declaración de la renta, por lo que tampoco hay que echarse las manos a la cabeza.

8) Y ya para terminar, lo último que unos padres primerizos necesitan agenciarse antes del nacimiento del querubín es un sitio donde echarle a dormir. Cosa que puede complicarse bastante… Comprar el cacharro no. ¡Que la criatura se duerma!

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Me siento TOTALMENTE identificada con la pobre señora. Tulga me lo ha puesto más fácil, pero la Mayor…

En esto, como en todo lo demás, el qué comprar va a depender de infinidad de factores. Por ejemplo: el bebé ¿dormirá con vosotros o en su cuarto? Si duerme con vosotros, ¿lo hará en su cuna o colechando? ¿O no tenéis ni pajorera idea? Más aún: ¿de cuánto espacio libre disponéis en casa? Porque os puede apetecer una barbaridad comprar una cama XXXL, pero si vuestro dormitorio tiene 5 centímetros cuadrados, no va a ser factible. Lo siento.

Por si a alguien le sirve de ayuda (y para que os descojoneis un rato largo) mi experiencia es la siguiente: Cuando nació la Enana unos amigos nos dejaron un pequeño moisés toooodooo azul que pusimos en nuestra habitación al lado de la cama, mientras mis suegros nos donaban la enorme cuna de madera que había usado mi costillo en sus tiempos mozos. Como el artefacto no cabía en nuestro cuarto lo montamos directamente en el futuro dormitorio de la chiquilla, listo y pronto para recibir a su inquilina. Mi idea (fíjate lo inocente que era yo entonces) consistía en tener a la peque en nuestro cuarto metidita en su moisés hasta que ya no cupiera en él, o directamente se sentara y corriera riesgo de despeñarse, y luego pasarla a la cuna. Juas, juas, juas, que diría el Destino (joputa).

En total creo que la Mayor durmió 15 horas (no consecutivas, of course) en el moisés y la cuna ni la estrenó hasta pasado el año. Con su sueño infernal la única forma que encontré de descansar un poco por la noches fue colechando. La cosa iba así: se dormía a la teta o paseando en el carrito, a veces a las 11 de la noche. La dejaba en el carrito hasta que yo me iba a dormir (una hora o dos después, a todo tirar) y entonces la llevaba a su moisés como el que carga con una bomba de relojería. El 95% de las veces se despertaba y la metía con nosotros en la cama. El 5% restante dormía en su sitio una o dos horas y luego se despertaba y pasaba al catre comunal. Al rededor de los cinco meses dejó de entrar en el moisés (mi Enana es de tamaño King Sinze, qué se le va hacer!) y la pasamos a la cuna. El resultado fue el mismo, sólo que con más paseos entre habitaciones.

Mi vecina M. nos prestó su barrera desmontable para ponerla en nuestra cama y evitar accidentes (aún no se la he devuelto. Si es que no tengo vergüenza… ) y nada cambió hasta que desteté a la Mayor y (por fin!!!!) empezó a dormir (a ratos) en su cuna. Y es que el colecho con un bebé está bien, pero con una niña que se mueve cual anguila con sobredosis de café y puede romperte el labio de un cabezazo (me pasó tres veces. Sé de lo que hablo), pues como que no. Alguna dirá ¿y por qué no comprasteis una cuna de colecho resultona? Sería la solución perfecta: todos juntos pero cada uno en su rincón… La verdad es que entonces ni sabía que existían (yo soy mucho de hacer las cosas sin darme cuenta ni ponerles nombre) y de haberlo sabido la habría descartado por varias razones. La mamá de Patadita lo explica muy bien en su blog. Lo suscribo todo y añado que semejante trasto no hubiese entrado ni de canto en nuestro dormitorio.

Con Tulga la cosa ha sido un poco diferente. Al dormir mejor pasa la primera parte de la noche en su cuna y cuando se despierta para mamar (a las 3 ó 4 de la mañana) se viene conmigo a la cama… Por vagancia mía más que nada, porque, a diferencia de su hermana, rara vez se desvela y tras darle a la teta se vuelve a quedar roque otras tres o cuatro horas. Sin embargo, al meterla a mi lado, me puedo dormir casi en el acto, y ella también, con lo que las dos apuramos minutos y descansamos más. San Colecho Bendito.

¿Hasta cuándo seremos tres en la cama grande? Pues hasta que empiece a dormir del tirón. Con la Enana hasta los 20 meses más o menos. Tulga se las apañará para sorprenderme como ha hecho hasta ahora, así que ni me lo planteo.

Y hasta aquí lo que a mi juicio de verdad necesita un bebé. Por su puesto podemos comprar mil y un cachibaches más, dos millones de juguetes, hamaquitas, escucha bebés o lo que se nos antoje, pero en realidad nuestros hijos son felices con poca cosa: con nuestra presencia, nuestros besos, nuestros cuentos y nuestros juegos, con los mamitequieromucho y las tardes en el parque. Si el bocadillo es de mortadela en vez de jamón de jabugo les suele dar igual…

Dormir, dormir. Tal vez, soñar…

Quizá lo que peor llevo como madre es el no dormir. No dormir me mata. Y eso que tengo un aguante más que aceptable a pesar de la ausencia de cafeína en mi organismo… Llega un momento, sin embargo, en que mi última neurona dice «hasta aquí hemos llegao, bacalao» y ondea la bandera blanca. El cansancio acumulado se convierte en malhumor constante y acabo pareciéndome a un extra de The Walking Death, mientras me arrastro por la calle balbuceando: almohaaadaaaa, almohaaaadaaaa…, con la babilla colgando de la comisura de los labios y los ojos inyectados en sangre. Un horror, vamos.

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Yo, tras una mala noche…

Y es que esto del sueño del bebé da para mucho y para todos los gustos. Vaya por delante que no soy partidaria del famoso método del doctor Estivill que consiste, básicamente, en dejar que el niño berree a pleno pulmón el tiempo que sea necesario hasta que se duerma de puro agotamiento. Herramientas: una puerta cerrada y tapones para los oídos, porque la cosa puede ir para largo. Jamás, ni en los peores tiempos de la Enana, probé a dejarla llorar. Sencillamente no podía. Era superior a mis fuerzas. Entre mis vecinos conozco varios casos a los que les fue divinamente con este método: el niño lloró como un poseso un par de noches y a la que hizo tres, todos a la cama a soñar con los angelitos. Jamás se me ocurriría cuestionarles, sobre todo, porque he experimentado en mis carnes el grado de desesperación que puede generar un bebé que no deja dormir durante días, semanas o meses, pero, repito, el sistema no va conmigo.

La Mayor nació con el famoso síndrome de la «cama de pinchos», o sea, no había forma humana de depositarla en un carrito, cuna o similar sin que se despertara sobresaltada y exigiera volver al cómodo y exhausto regazo de su madre. Este síndrome, además, iba acompañado por una extraña alergia: a cerrar el ojo más de dos horas seguidas, no fuera a ser que en el entretanto sucediera algo extraordinario y se lo perdiera por echar una cabezada. El resultado fue que, hasta que cumplió año y medio, yo me pasé el 80% de las noches en vela. Fueron meses de teletienda y de quedarme dormida en los sitios más inverosímiles: en el suelo de su cuarto, en el trabajo, durante la cena con unos amigos… Meses en los leí miles de blogs y de libros intentando encontrar una fórmula mágica con la que mi hija no se despertara cinco o seis veces cada noche, en los que las fantasías eróticas dieron paso a fantasear con hacer la siesta o con interpretar a la Bella Durmiente en la función de la guarde,…¡cualquier cosa que me permitiera cerrar los ojos más de cinco minutos! Me sirvió de mucho «El sueño del bebé sin lágrimas» de Elizabeth Pantley, sobre todo, para comprender que servidora no era un perro verde, que había muchas mujeres en mi situación y que la frustración, el desespero y el agotamiento existencial que sentía eran perfectamente normales Ahora la pregunta del millón: ¿Me solucionó algo? Pues no. Nada de nada. No hay milagros pa’ esto. Los consejos que da la autora en el libro, igual que los de Rosa Jové en el suyo, son muy chachis pirulis, pero poco prácticos, porque cuando la criatura dice que no quiere dormir, no quiere dormir y da igual que sigas una «rutina del sueño», que no la incites al juego, que bajes el tono de voz, de luz y de actividad o que le cantes una saeta (por la Semana Santa, digo). Al final lo único que funciona es la paciencia y dejar que el niño vaya madurando también en esto de irse a la cama ¿Que es una mierda? Pues sí, porque en esas circunstancias una haría cualquier cosa con tal dormir del tirón… Para que os hagáis una idea de mi vida en 2012 os copio aquí el diario del sueño de la Enana durante el mes de agosto (el angelito tenía por entonces unos 7 meses):

Dormida 21:15 (al pecho)

Despierta 23:40. Vuelta a dormir 00:10 (acunada)

Despierta 02:25. Vuelta a dormir 02:40 (al pecho). Falsa alarma: despierta otra vez a las 02:50. Vuelta a dormir a las 03:10.

Despierta 05:15. Vuelta a dormir 05:30 (al pecho)

Despierta 06:45. Vuelta a dormir 06:55 (acunada)

Despierta (definitivamente) 08:05

Si lo sumáis todo os dan unas 9 horas de sueño nocturno, más otras dos de sueño diurno, un total de 11 horas que a simple vista está muy bien, pero que en la práctica son la jodienda madre. Tened en cuenta que cada vez que ella se quedaba dormida yo aún tenía que volver a mi cama y hacer lo propio y había ocasiones en las que, literalmente, acababa de poner la cabeza en la almohada cuando me volvían a tocar diana.

Llegué a estar tan desesperada que una noche decidí dejarla llorar. Esperé en mi cuarto dos minutos a ver si volvía a dormirse, a ver si me perdonaba un despertar, pero su llanto sólo subía y subía de nivel y al final no lo soporté. Fui a su habitación, la saqué de la cuna y llorando yo también a moco tendido de puro agotamiento me la puse al pecho hasta que volvió a quedarse dormida ¿Cómo sobreviví? Pues metiéndola conmigo en la cama. No por eso dejó de despertarse, pero al menos yo apuraba más el tiempo entre sueño y sueño y en alguna ocasión, ya algo crecida, se llegó a buscar ella misma la teta para adormecerse sin molestarme a mi en el proceso. Luego leí que esto del colecho es una modernez y un no – sé – qué de crianza natural, pero para mi fue sencillamente mi salvación.

Con semejantes antecedentes estaba temblando ante la llegada de la pequeña Tulga, pero hete aquí que la vida da muchas vueltas y mi nuevo pimpollo me ha salido dormilón. Desde que nació se ha saltado siempre una de las tomas nocturnas, dejándome dormir cinco o seis horas seguidas sin interrupciones. Además cuando abre el ojo, mama un ratito y vuelve a quedarse dormida ipso facto por lo que no me supone un gran trastorno. Eso sí madruga una barbaridad: a las 6 y media de la mañana ya está pidiendo jarana, pero claro desde las nueve menos cuarto de la tarde son muchas horas sobando… Es más: el otro día me dio una sorpresa morrocutuda. Estaba a punto de dormirse cuando un ruido fuerte la espabiló y a pesar de mis esfuerzos al final me tocó subir con un bebé con los ojos como platos a acostar a la Mayor. Mi Enana se quedó frita bastante rápido pero Tulga decidió que, ya que estaba despierta, había que jugar, así que empezó a retorcerse en mi regazo intentando llegar a la luz que emitía el piloto nocturno de su hermana. Yo llevaba hora y media con ganas de hacer pis, y en vista de que aquello iba para largo, dejé a la peque en su cuna y me fui un momento al baño. Para mi estupor, a la vuelta la criatura estaba total caput. Sin acunar. Sin pecho. Sin llantos. Se había dormido ella solita y además en tiempo récord.

«Nena, aquí hay gato encerrado. No cantes victoria todavía», pensé yo, que a estas alturas estoy escaldada como los pollos. Me quedé un rato a la puerta de su habitación, esperando oírla en cualquier momento. Pero no. Las dos estaban en el séptimo cielo… ¡y yo en el noveno!

Tulga sigue compartiendo mi cama, porque cuando se despierta a las dos de la mañana me resulta más cómodo meterla conmigo que quedarme sentada con la teta al aire en mitad del invierno a esperar a que se duerma. Vaga que es una… y con poco espíritu de mártir. La barrera que nos prestó hace tres años mi antigua vecina M. aún es un imprescindible de mi dormitorio y lo seguirá siendo mientras la peque no duerma del tirón (Ains, cuántas cosas tuyas tengo todavía!!!!). Yo por ahora soy aceptablemente feliz: la Enana, tras unos meses dando guerra by celos, ya duerme otra vez toda la noche y mi bebé es una buena chica que no pretende que su madre se gaste todo el sueldo en crema antiojeras ¿Qué más puedo pedir?  Pues dormir. Dormir… ¡y tal vez, soñar! ¡Felices vacaciones de Pascua a todas!

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