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Yo, yo misma y mis hormonas

Tengo las hormonas revolucionadas. Es un hecho. No sé si es por la lactancia, porque aún no me ha venido la regla tras el parto de Tulga, porque estoy ovulando o porque la Madre Naturaleza tiene un sentido del humor difícil de pillar. El caso es que llevo una temporada sin vivir en mi, que diría la Santa. Vamos, que empiezo a sufrir un claro caso de bipolaridad manifiesta. Por un lado, ando más caliente que el palo de un churrero, como dicen en mi pueblo, con ganas de tirarme a todo lo que se menea. Por el día, voy persiguiendo al costillo por las esquinas intentado convencerle de «echar unas risas», y por las  noches me asaltan todo tipo de sueños erótico-festivos, que van desde el porno duro a la escena romántica de peli de sobremesa.

Y lo peor es que paso de querer que me pongan mirando a Cuenca a no soportar ni que me rocen en cuestión de minutos. Es más, a veces miro al marido y me entran ganas de apartarlo con un palo (aunque no de churrero).

Item más.

Me asalta la misma ambigüedad emocional cuando estoy con mis hijas. Juro por Santa Padera mártir que hay días en los que me gustaría hacer la maletas y largarme para siempre. Adiós, adiós, acordaros de mi, y si te he visto no me acuerdo. En cambio en otros momentos me las comería besos. Me parecen las más guapas, las más buenas, las más listas del mundo mundial y me siento malamadre por haber perdido la paciencia 10 minutos antes, por haber gritado, reñido y deseado vender a un circo a mi primogénita o por dejar desgañitarse a la menor mientras fregaba los platos de una puta vez. Pero eso no es todo.

Hay más.

De un tiempo a esta parte he vuelto a sentir «la llamada». O dicho de otro modo: el deseo irrefrenable de traer un bebé a este mundo. Mi mente racional sabe que no es buena idea. Que estamos bien así. Que dos niñas dan suficiente trabajo como para, en cima, introducir un tercero en discordia… y eso por no hablar de que el costillo prefiere cortársela y dársela de comer a los cerdos antes que ampliar la familia. Lo sé. Soy consciente de ello, pero no puedo evitarlo.

Se me van los ojos detrás de cuantas embarazadas se cruzan en mi camino. Las veo por todas partes, como si fuesen una plaga. Giro la cabeza y ¡ala! bombo al canto. Me llama una amiga y está preñada… ¡empiezo a tener complejo de amuleto de la fertilidad! Y todo porque, el otro día, aprovechando que tengo en casa a padres y suegros, decidí organizar los armarios, guardar la ropa de verano, colgar la de invierno, ver qué tengo y qué hace falta. Vamos, lo de cada cambio de estación. Y mientras doblaba y metía en cajas con mucho mimo los minivestidos de Tulga, los pijamitas de bebé y las chaquetas tamaño Nancy empecé a preguntarme: ¿Para qué? ¿Para quién? ¿No sería mejor donar todo eso a la beneficencia o tirarlo directamente a la basura? Se acabaron los recién nacidos en casa. Ya está. Punto final. No tiene sentido seguir llenando hasta arriba los armarios con trastos que nadie va a necesitar…

Me puse un poco mohína, se me empañaron los ojos y tuve que dejar de ordenar y ponerme a fregar baños con la esperanza de que los vapores de la lejía me despejaran la cabeza. Pero no.

A lo mejor es porque dentro de poco cumplo 38 años y empiezo a ver cerca los 40 y el fin de una era. O porque Tulga, después de un verano mamando intensivamente, hasta el punto de volver a tenerme como única fuente de alimento durante semanas, ha decidido de pronto que la teta ya no le mola. A ver, si le pongo un pezón delante de la boca lo coge y lo chupetea un rato, que no es tonta. Y por las noches y mañanas me sigue prefiriendo a cualquier otro alimento, pero ha habido días en los que sólo ha mamado por la mañana y en su (única) toma nocturna, decantándose por la fruta, el yógur, las galletas o cualquier otra cosa en el entreacto. Puede que se aproxime su destete y yo me quede definitivamente sin bebé. O a lo mejor es una fase y luego vuelve al redil. En cualquier caso me causa desazón, porque no hay más. Finito.

Y no sé si estoy preparada.

Por eso creo que mis hormonas están bailando un zapateado en mi cerebro. Quilla. Arsa. Olé! Intentan convencerme de que vuelva a pasar por el aro y nos convirtamos en familia numerosa, que donde caben dos caben tres, como en el anuncio de Ikea. Y lo peor es que no hace falta que se esfuercen tanto porque ya me tienen en el bote y suspiro al ver una barriga. Y lloro al guardar la ropita de mi bebé.

En un mundo paralelo seguro que estoy casada con un futbolista famoso, tengo de profesión mis labores y a estas alturas voy por mi sexto churumbel. Pero en este mundo de acá las cosas son como son, así que espero que me venga la regla pronto a ver si de ese modo recupero el control de mis emociones por lo menos durante 25 ó 26 días al mes, porque – francamente- ¡empiezo a estar hasta el moño!

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