Segundas oportunidades
Muy de vez en cuando, una vez cada seis años bisiestos, la vida te da una segunda oportunidad. Es algo muy raro, casi absurdo, como encontrar sitio para aparcar a la primera una tarde de lluvia en la que tienes prisa o que caiga en el examen el único tema que te has estudiado. Porque, no nos engañemos, por mucho que insistan las pelis de sobremesa, si una puerta se cierra, normalmente lo hace a cal y canto y a prueba de cerrajeros… Por lo menos esa era mi experiencia. Hasta ahora. Hasta el pasado mes de mayo.
Y es que, a dos días de que me viniera la regla, me levanté una mañana con las tetas como melones y una que ya está bregada en estas lides, empezó a comerse la cabeza. A ver. A ver. Echemos cuentas. Hace como dos semanas me bebí media botella de vino y cuando el costillo pidió guerra se la di de buen grado y sin condón ¿Sería posible? Con la mierda de ciclos que tengo, ni la mejor pitonisa del mundo sería capaz de averiguar cuándo estoy ovulando, como para saberlo yo… Que no, hombre, que no. Que seguro que son imaginaciones tuyas. Anda tira para el curro que en cima vas a llegar tarde…
En el despacho no daba pie con bola. Seguía haciendo cálculos y tocándome las tetas periódicamente, incapaz de concentrarme ni dos minutos seguidos, y al final decidí salir de dudas y me fui a la farmacia. Compré un test de embarazo y me metí con él en el baño. Me pareció ver dos rayitas, pero no estaba segura, porque la segunda era más una sombra que una raya. Casi ni se intuía. Volví a mi mesa y guardé el test en el cajón donde estuvo exactamente dos minutos, porque tuve sacarlo para mirarlo otra vez. Lo puse al trasluz, bocabajo, de canto, intentando ver esa segunda línea rosa con claridad, sin conseguirlo. A punto de que me diera un algo, llamé a mi compañera E. y le enseñé el dichoso palito: «Oye, ¿tú qué ves aquí? ¿Hay una rayita o no la hay?». Ella lo examinó con atención y tras un momento de duda me dijo: «Mira, vamos a la farmacia y compramos uno de esos en los que te lo dice claramente, con todas las letras, y así nos dejamos de historias». Eso hicimos.
No sé cómo conseguí volver a hacer pis con los nervios (y las pocas ganas) que tenía, pero lo hice y las dos esperamos a que el test electrónico diera su veredicto. Creo que fue el minuto más estresante que he vivido en el trabajo en toda mi carrera. Al final en la pantalla digital salió: «Embarazada, 1-2 semanas» ¡Toma ya! No sabía si reír o llorar. Era lo que más deseaba en el mundo, pero el costillo me había dejado claro que no quería más hijos. Habíamos pasado una época difícil, en la que me había faltado una pizca así para hacer las maletas y dejar nuestra relación de forma definitiva y ahora que por fin habíamos recuperado la normalidad pasaba esto ¿Cómo cojones se lo iba a decir?
Llegué a casa temblando como un flan, con el test en el bolso cual tesoro pirata, y en cuanto tuve la más pequeña oportunidad se lo enseñé. No sabía qué esperar. Quizá una bronca. Una pelea. Desde luego no lo que vino a continuación. Mi marido sonrió y dijo: «¡Qué bien! ¿Se lo decimos a todo el mundo?». Nos abrazamos con fuerza, nos besamos y fuimos felices como no lo habíamos sido en meses, con felicidad pura y compartida. Felicidad de la buena.
Segundas oportunidades.
Un mito.
Un espejismo.
La mía duró, exactamente, ocho semanas.
Perdí el bebé a finales de junio y esta vez no hubo frases esperanzadoras (y de mal gusto) del tipo: «Eres joven, ya tendrás otro», sino más bien todo lo contrario. «Ha sido lo mejor», «Quedaros como estáis», «Ya tienes una edad», «Mejor así». También hubo malas caras y diez horas de espera en urgencias hasta que la gine encontró un hueco para echarme un vistazo, mucho desdén y nula empatía por parte del personal sanitario y la sensación general de que había ido allí a molestar y dar por saco, más que a que me atendieran.
Lloramos los dos. El duelo fue compartido y eso me ayudó bastante. Físicamente lo pasé peor que cuando tuve mi primer aborto. Estaba muy débil, muy delgada (me avergüenza decir que mi índice de masa corporal no llegaba ni a 17 en aquel momento) y había sufrido una buena hemorragia. Con la tensión por los suelos (en el hospital ni me la encontraban) y una anemia galopante, pasé un par de semanas en las que a penas me tenía de pie. Nos consolamos el uno al otro, dijimos «adiós» a nuestro bebé y en cuanto me tuve derecha volví al trabajo.
La vida no da segundas oportunidades. Debería saberlo.
Y ahora, casi cuatro meses después, cuando ya sabría el sexo de mi tercer hijo y estará sacando las cosas del trastero, recuperada por completo del trauma físico y emocional de aquellos días, justo ahora, he decidido subirme a un taburete y gritarle a la vida que me la sopla. Que me da igual. Que no necesito sus segundas oportunidades. A ver si se da por enterada y me deja en paz un rato.
Crónica de un cierre anunciado
Esto se veía venir. No nos engañemos. Llevo un año regular tirando a mal, haciendo malabares al borde del abismo con mis emociones, mis deseos y la puta realidad. Pensé que la cosa mejoraría y me sentiría mejor, que dejaría de notar un vacío en el estómago cada vez que me deshiciera de un biberón o de un vestido que se ha quedado pequeño. Pero no.
En la última semana he tenido que lidiar (sin mucho éxito) con las fotos que los amigos del Costillo cuelgan de sus bebés en el grupo de wasap, con el anuncio del segundo (y del tercer!!!!) embarazo de otro par de parejas conocidas (y muy queridas) y con la visión de cuatro barrigas repentinas entre las madres del cole, y ha sido superior a mi. Me siento mezquina por ser incapaz de alegrarme, por llevar diez días con ganas de llorar, fingiendo buen humor y sonrisas y, en estas circunstancias lo último que me apetece es encontrar más de lo mismo en el mundo 2.0.
Así que cierro el chiringo.
Definitivamente.
O por lo menos hasta que entre en la menopausia y se me pase la tontería.
Dentro de 15 días cumplo 39 años y no tengo la más mínima gana de celebrarlo y eso es un problema porque a mi, en realidad, me molan los cumpleaños. Me gustan los regalos sorpresa, las tartas de manzana, soplar las velas y ser el centro del microuniverso que formamos (familia, amigos, compañeros, vecinos) durante unas horas al año. Sin embargo, lo único en lo que puedo pensar es en que me hago vieja, en que estoy rozando la cuarentena y cerrando un ciclo que no quiero cerrar… y me ahogo en mi propia angustia y en las lágrimas que no derramo, cual Alicia en el País de las Maravillas.
Mi amiga M. se dio cuenta de todo en cuanto leyó el post que compartí de Una madre molona y me aconsejó que hablara con el Costillo, que le explicara cómo me siento, pero eso resulta inviable. Precisamente, una de las razones por las que abrí este blog fue porque hay cosas que a mi compañero de fatigas no solo le importan un pimiento, sino que le hacen sentir incomodo y molesto. Entre ellas las emociones.
En esta casa está prohibido sentirse triste, enfadarse o llorar y si te pones a ello, hay que hacerlo con mesura, sin gritos, ni aspavientos. Ah, y durante un tiempo concreto y limitado, porque no es de recibo pasarse una semana como alma en pena por una minucia. Que peor están en Siria, hombre. Y a picar a una mina te mandaba yo para que te quejaras por algo…
No puedo decirle que mi cuerpo y mi alma desean otro bebé. No puedo decirle que no soy feliz ni voy a serlo en una temporada. No puedo decirle que no estoy contenta, que me siento ignorada, que creo que presta más atención a otras personas que a mi, que hay cosas que, sencillamente, no comento con él porque no quiero ver esa mueca de fastidio que pone siempre que hablo de algo que no le gusta.
En este pequeño espacio virtual he sido más yo misma que en mi casa. He hablado de cosas que me preocupaban, que me interesaban, que necesitaba expresar. El Costillo conoce la existencia de este blog, y aunque de vez en cuando le echa un vistazo (sobre todo si me sorprende en pleno post), no es un lector asiduo ni constante. Es posible que tarde dos o tres semanas en leer estas líneas y, para entonces, espero empezar a ser otra persona. Porque sino, estoy jodida…
Me gustaría decir que os seguiré leyendo, pero probablemente no lo haga. Necesito alejarme, tomar perspectiva, asumir, de una vez por todas, que mi etapa de gestar, amamantar y criar bebés ha llegado a su fin. Encontrar mi lugar en el mundo como madre, como mujer y como persona para no pagar mi cansancio y mis frustraciones con quien menos lo merece. No sabéis hasta qué punto os estoy agradecida, la compañía, el amor y el apoyo desinteresado que he encontrado en vosotras (y en vosotros, que no me olvido de mis dos seguidores varones!). A muchas os considero casi amigas, de carne y hueso, y os voy a echar de menos. Han sido dos años y medio interesantes, pero ahora tengo parar… aunque solo sea para coger impulso.
Mala madre
A veces soy mala madre. Pero mala, mala. Mala de veras. A la altura de Maléfica o de la madrastra de Blancanieves. En ocasiones no tengo ganas de ir al parque ni a la piscina, o me aburro soberamente jugando a las casitas. Hay tardes en las que enchufo la tele a mis hijas mientras toman la merienda y no miro el reloj. También suelo darles gusanitos, tortitas y hasta algún chupa-chus, cuando lo piden y me importa un pepinillo en vinagre si han cenado dos noches seguidas tortilla francesa o bocadillo de pavo.
Al finalizar el día, solo quiero que se vayan a la cama y me dejen cenar tranquila, con las dos manos, sin levantarme 20 veces de la silla, sin compartir mi comida. Quiero ver una película. Leer un libro. Ir al cine. Malamadre. Egoísta.
Confieso que acabo de apuntarme al gimnasio y las dejo dos veces por semana en la ludoteca mientras yo voy a yoga o a pilates. Dos horitas enteras para mi sola, una el martes y otra el miércoles, que me saben a gloria. Y no siento culpa cuando se las encasqueto a la monitora con una sonrisa y un «hasta pronto, corazones», a lo Anne Igartiburu… Bueno, a lo mejor, un poco. Una pizquita de nada. Pero se me pasa comprándoles un zumo en súper de la esquina.
Soy mala madre. Lo sé. Pierdo la paciencia cuando tardan tres horas en ponerse los zapatos o en quitarse el pijama, cuando, después de dos cuentos, la Mayor me pide que le lea un tercero.
Es más: a veces les grito, me paso por el forro la pedagogía de Montessori, la gestión del estrés y la empatía y suelto un par de chillidos dignos de María Callas para que dejen de pelearse, de pintar las paredes o de jugar con el papel higiénico. Las castigo sin Peppa Pig o sin postre y les pido que piensen en lo que han hecho. A la Pequeña la obligo a pedir perdón a su hermana cada vez que le da un mordisco. Soy malvada. No la dejo expresarse libremente. No permito que se hagan daño…
No tengo tiempo (ni ganas) de fabricar elaborados disfraces para cada evento que celebran en el cole o en la guardería (¿El día amarillo? ¿En serio? ¡Venga, ya!) y en un par de ocasiones he olvidado ponerle el chándal a la Mayor el día que tocaba gimnasia. También me he hecho un lío con sus meriendas, he roto la fuente donde preparaba las magdalenas y se me ha pasado alguna revisión del pediatra. Mea culpa.
Soy una madre horrible, imperfecta, que solo cocina por supervivencia y que carece de espíritu de chef y, ya puestos, de espíritu de mártir. Una madre que un día fue mujer y que ahora no recuerda cómo iba eso.
Malamadremalamadremalamadre…
He dado el pecho a mis hijas durante un tiempo que unos consideran prolongando y otros insuficiente. He colechado y porteado por comodidad y vagancia. He dado purés y comida en trozos, cereales solubles y potitos. Mis hijas se han caído, se han hecho chichones, arañazos, cardenales y brechas de distinto calado. La Mayor hasta se dislocó un codo. Han estado sanas y enfermas, han echado la siesta en un carrito, sobre una esterilla en el suelo y en un colchón de plumas. Han llorado y se han reído a carcajadas. Su infancia tampoco está siendo perfecta y es por mi culpa, porque no doy el tipo, porque soy mala madre.
Hoy la Mayor entró al colegio contenta y al llegar al patio descubrió que no había nadie en su fila, así que llorando a moco tendido se dio la vuelta y corrió a buscarme, con la cara desencajada por el pavor y el desconsuelo. La consolé lo mejor que pude y como en ese momento llegaba una de sus amigas acompañada de su madre, le dije que volviera dentro con ellas. Yo me fui al trabajo. Llegaba tarde. Lloré también por el camino…
Y ahora me pregunto si alguna vez dejará de ser así, si alguna vez me sentiré orgullosa de cómo estoy educando a mis hijas y dejaré de mirarme al espejo para decirme a mi misma que podría ser mejor. Mejor mujer. Mejor persona. Mejor madre…
Yo tenía un bebé
Yo tenía un bebé. En serio. Hace nada. Era pequeñito, inquieto y bastante fácil de llevar. Prometo que estaba aquí mismo hace un segundo, mirándome con suspicacia desde su hamaquita.
No sé qué ha podido pasar. Me he despistado un momento, el tiempo de un pestañeo, del latido de un corazón y al volverme, ya no estaba.
En su lugar había una niña.
«Esto es un error» pienso «Es demasiado pronto. Venga, el que sea que lo deje y me devuelva a mi bebé». Pero no. Ahí está ella, sonriendo mientras da saltos en la cama. Intentando ponerse sola los zapatos o peinarse el pelo. Exigiendo su propio cepillo de dientes con pasta de verdad, nada de mojado con agua del grifo (WTF, mum! ¿Te crees que no me entero?, que diría Tulga si pudiera.).
Entonces voy y me acerco y compruebo que sí, que le han salido hasta las muelas, que chapurrea mil palabras y construye frases sencillas como «mamá, mira, está aquí». Que le gusta comer huevos cocidos y mojar pan y hasta bebe en baso «de mayores» sin derramar (casi) nada. Sigue pelona y delgada, pero sus piernas son fuertes y le permiten correr, subir escaleras y trepar por los sitios más inverosímiles. Sabe contar hasta 10 (aunque, a veces, se salta algún número) y va por todas partes mencionado el color de cada objeto que se le pone a tiro.
«No puede ser», me digo y entro en su cuarto. Ya no está la cuna. Ahora hay una litera la mar de molona que comparte con su hermana Mayor. En el baño un orinal de hello kitty anuncia en silencio la próxima operación pañal. «¡Qué no, hombre, qué no! ¡Qué es imposible!», le repito al aire. Y entonces me miro los pechos, vacíos y diminutos, sin la exuberancia de la leche, la ropa rescatada del fondo del armario y la que espera, limpia y doblada, para acabar sus días en la caja de la parroquia y me doy cuenta de que es verdad.
Mi bebé no está.
Ha crecido.
Ha cumplido dos años.
Ya es mayor.
Resulta que Tulga se ha convertido en una niña cariñosa y simpática, que hace las delicias de todo el mundo. Reparte besos y abrazos con generosidad e imita gestos y expresiones con una facilidad pasmosa. Es cabezota, rebelde, dulce, graciosa y más lista que el hambre, un peligro en toda regla y el tormento de la Mayor. Aún demanda muchos brazos, sigue obsesionada con mis tetas y para entenderla hace falta un buen diccionario, pero el cambio es radical. Tengo que asumirlo y decirle «adiós» al bebé y «hola» a la niña mayor.
Y es que, hija mía, tal día como hoy, a las ocho y cuarto de la tarde, venías al mundo a toda pastilla, reconciliándome conmigo misma y con el mundo y dándome otra oportunidad para (intentar) hacer las cosas bien. Espero saber aprovecharla…
¡Feliz cumpleaños, mi amor!
No me dejes coger a tu bebé en brazos
Hace cosa de un mes unos grandes amigos del Costillo se convirtieron en los felices padres primerizos de un par de mellizos preciosos. Niño y niña. Lo ideal, según las viejas de visillo que pululan por doquier. El caso es que, como ya ha pasado un tiempo prudencial, parece que ha llegado el momento de ir a conocer a los nuevos miembros de la cuadrilla. Y, francamente, no quiero.
No soporto la idea.
No quiero coger a un recién nacido en brazos. Oler su cabecita. Sentir su cuerpo ligero y lleno de promesas.
No ahora.
No todavía.
Y recordé el post que escribió hace tiempo una madre molona, con palabras que me llegaron al alma, así que, a escondidas, para que nadie se entere, lo comparto con vosotras mientras intento lamerme las heridas…
-Una adaptación de un texto original de María Marín, alias Madreveterana- Comienzo a parecer arisca entre mis amistades. Pensarán que los años me han cambiado, que ya no soy la que era… y no, no lo soy, ya no acudo de visita a los hospitales cuando han dado a luz mis amigas y, después, opto […]
a través de No me dejes coger a tu bebé en brazos —
Chuchuwa-wá-wá-wá
Venga. Bah. Confesad: en cuanto habéis visto el título del post, habéis empezado a tararear la dichosa cancioncilla. Puede que hasta os sepáis la coreografía (que no os dé vergüenza admitirlo: ¡yo me la sé!) y desde luego tenéis claro y cristalino quién es el responsable de perpetrar semejante ofensa musical: un sospechoso grupo de adultos, hechos y derechos, vestidos con petos vaqueros y camisetas rojas, que atiende al nombre en clave de «Cantajuegos» y que, en otras circunstancias, apartaríamos de nosotros con un palo.
Y es que, amigas, todas hemos recurrido a enchufar a nuestros churumbeles a algún tipo de música o vídeo más o menos educativo con la sana intención de tender la ropa en paz. O depilarnos las cejas. O cagar (y perdón por la expresión. Quizá debería haber dicho «hacer de vientre». Pero no. La palabra es CAGAR, así en mayúsculas). Los más conocidos de estos «entretenedores» infantiles son, sin duda, los mencionados «Cantajuegos», pero más allá de ellos hay un sinfín de posibilidades con las que hacer las delicias de los pequeños de la casa y como una tiene un máster en evitar el aburrimiento de la descendencia, he decidido compartir mis conocimientos con vosotras.
a) Como herederos directos de los Cantajuegos (de hecho, si no me equivoco, tres de ellos son antiguos componentes de la agrupación) están los «Pica pica«, cuyo hit: «El baile de la fruta», hace las delicias de mis dos gremlins por igual ¿No lo conocéis? Pues dadle al vídeo, dadle. No volveréis a ver con los mismo ojos a un melocotón en vuestra vida…
b) Otro imprescindible de los tiempos muertos veraniegos es el Mono Sílabo, un gracioso mico empeñado en enseñar a leer a los niños. La canción de las vocales es un «must» en esta santa casa.
c) Salido directamente del cole de la Mayor, hace unos meses descubrimos el fantástico mundo de Letrilandia. Es un sistema de lectoescritura creado por la editorial Edelvives, pero tiene un canal proprio en youtube con un porrón y medio de canciones y cuentos que les encantan. La reina A, es un clásico.
d) Y ya para terminar, procedente del otro lado del Atlántico, está la inconmensurable Galinha pintadinha. Se trata de una serie de dvds, con todo tipo de canciones e historias disponibles también en youtube y con la única pega de que están en portugués. A pesar de que los personajes hablan en un español «raro» (la Mayor dixit), hay varios vídeos que las vuelven locas como este que incita a lavarse las manos al personal. Muy útil, oye.
Cualquiera de estas canciones, seguida de la banda sonora de Frozen, son capaces de atornillar a las dos fieras a una silla durante, al menos, 20 minutos, y solo por eso se merecen todo mi respeto y reconocimiento. INCISO: soy perfectamente consciente de que me dejo en el tintero el celebérrimo Baby Einstein, pero es que, por algún motivo, es ponerlo y empezar a bostezar. Jamás he conseguido que mis niñas vean un vídeo completo de esto, así que ni lo cuento. FIN DEL INCISO.
Y vosotras, ¿tenéis alguna sugerencia? Siempre estoy dispuesta a ampliar mi repertorio…
¡Feliz vuelta de vacaciones, chicas!
Miedo a todo
Mis hijas nunca han sido cobardes. De hecho, si pecan de algo, es precisamente de lo contrario: de ser muy echás pa’lante. Sin embargo, desde hace un par de semanas Tulga le tiene miedo a todo, y cuando digo a todo, quiero decir A-T-O-D-O. Es verdad que en su escala de pavor hay prioridades, sutilmente diferenciadas por la fuerza con la que se agarra a mi pierna, pero en general mi existencia se ha convertido en un sinvivir constante… Os cuento:
De un tiempo a esta parte, la Pequeña ha desarrollado un miedo atroz a cualquier ruido fuerte, desde la batidora al cortacesped. Da igual que antes fuera capaz de subirse a la aspiradora y jugar al arre caballito mientras yo me deshacía de los pelos del chucho pegados a la alfombra. Ahora es escuchar el más ligero barullo y ponerse a gritar como si la estuvieran despellejando. La cosa sería más o menos controlable si no fuera porque el espectáculo lo monta donde sea: en la piscina, en el parque, en medio del supermercado… Oye una sirena y se pone frenética, y ahí estás tú, con un gremlin desesperado colgado del cuello, dando patadas y mordiscos a diestro y siniestro, mientras con el rabillo del ojo vigilas que la Mayor no se ahogue al tirarse al agua sin manguitos y te contorsionas como una serpiente en un esfuerzo vano de que no se te baje el bañador. Y claro, todo esto, con un miniser que no admite explicaciones ni justificaciones, y al que le importa tres pepinos y un pimiento morrón si el limpiahojas del jardinero es inofensivo o un discípulo de Satán… La única solución es desconectar lo que la altera si está en nuestra mano y si no, alejarnos cuanto sea posible del origen del estruendo.
Otra cosa que la aterra son los coches y las motos, aunque puede que yo tenga la culpa de esta fobia repentina. Al vivir en la urbanización de un pueblo minúsculo, donde el concepto de tráfico denso se traduce en uno o dos coches a la hora y, quizá, un tractor en prácticas, cuando vamos a la ciudad me pongo de los nervios cada vez que las niñas se acercan a un paso de cebra o a un semáforo en rojo. «PÁRATE AHÍ!!!! NO CRUCES!!!! DAME LA MANO!!!! CUIDADO QUE PASAN COCHES!!!». Lo reconozco. Se me va la olla. Pero en los últimos días cada vez que Tulga ve un vehículo a motor es capaz de trepar por mi pierna a la velocidad del rayo, que ni el mismísimo Juanito Oiarzabal hace cumbre con la rapidez de esta canija, oye. El resultado es un lloriqueo constante y la petición continua de refugiarse en mis brazos, cosa que con sus casi dos años me resulta cada vez más difícil y cansado. Vamos, que no puedo con ella y eso que sigue siendo peso plumón-de-mochuelo, porque su hermana a su edad podría haber pasado por lanzadora de jabalina olímpica… Dado que no puedo convencer a la humanidad de que aparque el coche y vaya andando, he iniciado un laborioso proceso de reeducación consistente en convertirla en fan de Fitipaldi y amiga de Carlos Sainz (padre o hijo, me da igual). Ya veremos si lo consigo…
En tercer lugar es incapaz de acercarse a una persona vestida de blanco, sea pediatra, enfermera, dentista, limpiadora o técnico nuclear. Lo suyo es acción-reacción: bata blanca y berrinche al canto. Y además me mira a mí de forma acusadora, como si fuera culpa mía la indumentaria del desconocido, en plan: «Mamá, me has puesto delante a gente de poca confianza, así que ahora apechuga con las consecuencias». Si para llevarla el otro día al centro de salud casi tengo que anestesiarla…
Para terminar a Tulga tampoco le gustan los bichos: ni caracoles, ni ranas, ni mariposas… y me escama, porque hace nada la sorprendí jugando con un par de lombrices del huerto, que no se comió de puro milagro, y ahora se echa a llorar si se cruza con una mariquita. Ampliando un poco el espectro, tampoco le entusiasman los pájaros (vistos de cerca, tipo paloma de plaza que te persigue en busca de pan. Los del cielo le molan mogollón), los gatos o los perros. Esto último me resulta incomprensible porque vive con una perra de tamaño más que considerable desde el día que nació, y a ella es capaz de tirarle de los bigotes y meterle la mano en la boca sin pestañear. Sin embargo, si ve en lontananza un chucho esmirriao, como un chiguagua o un yorkshire con su lacito en el pelo aprieta a correr hasta poner dos o tres kilómetros de por medio. Que yo pienso: «¿Acabas de arrancarle un mechón de pelos a un pastor alemán y ahora te cagas viva por esto? Venga hombre…», pero al igual que con los ruidos cualquier razonamiento es inútil. Los «no pasa nada», «no muerde» o «mira, mamá lo toca», no sirven con alguien que (aún) es más irracional e instintivo que lógico y mesurado.
Sé que es solo una fase, y que pronto pasará, lo que no quita que resulte agotador. Así que si alguien tiene experiencia en fenómenos similares y ha dado con la fórmula mágica para solucionarlos, que no sea rata y la comparta… ¡Porfiplis!
Peregrinar a Lourdes
Sólo me falta eso. Lo juro. Porque después de cinco días intentando marcar una cita con la pediatra de mis hijas aún no lo he conseguido. Os pongo en antecedentes:
Tulga lleva dos semanas con diarrea. Alaaaaa, diréis algunas. Pero, ¿por qué no la has llevado antes al médico? Pues porque si me atrevo a molestar al personal sanitario por una simple gastroenteritis, además de perder media mañana, sólo voy a conseguir una bronca del copón y la recomendación de hidratar bien a la niña, cosa que ya estoy haciendo. Así que, decidí esperar a que se le pasara «solo». Siete días después, en vista del éxito, y de que aquello no tenía pinta de virus (la niña tiene apetito, está activa, no tiene fiebre, no vomita. Solo se me descaga viva) el viernes pedí cita por internet. Primer error. Tenía que haber llamado directamente por teléfono, pero claro, yo no sabía lo que se me venía en cima y una en su santa inocencia siguió el protocolo habitual. El sistema daba error todo el rato: metías los datos, elegías la fecha, elegías la hora, pero al darle al ok, salía un cartel diciendo sucintamente «servicio no disponible». De nuevo, porque soy bien pensada y tiendo a considerar al mundo entero bueno por naturaleza, di por sentado que era un problema puntual y opté por esperar al día siguiente y probar de nuevo.
En el entreacto la Mayor tuvo a bien ponerse a tiritar el sábado por la noche y desarrollar una fiebre inexplicable, por eso de darle emoción al asunto. Vale. No pasa nada. Mato dos pájaro de un tiro. Me las llevo a las dos y que les den un repaso. Más intentos fallidos por internet. El fin de semana no atienden al teléfono, hay que esperar al lunes. Bueno, tampoco es para tanto.
Antes de seguir tengo que decir que el sistema de salud público del pueblo en el que vivo requiere realizar un máster de dos años con prácticas en el extranjero para pillarle el tranquillo. Os doy un curso acelerado. Digamos que vivo en Colmenarejo el Pobre, justo al lado del Colmenarejo el Rico. Mi médico de cabecera está allí, pero la pediatra de las niñas está en el otro pueblo. Ambos ambulatorios, a su vez, dependen del centro de salud de Villapepino, ciudad sita a unos 15 kilómetros de Villapomelo, y es a ese centro al que tenemos que acudir para realizar las analíticas y cualquier consulta de urgencias, así como las visitas a la matrona. Eso sí: las urgencias pediátricas o de lactantes menores de 6 meses, directamente a pediatría del hospital comarcal, para ponértelo fácil ¿Os ha quedado claro? Ya. A mi tampoco. El caso es que el lunes a primera hora volví a llamar al ambulatorio de Colmenajero el Rico sin conseguir nada. El teléfono sonaba y sonaba sin que nadie lo atendiera y la web continuaba sin permitirme operar. Como soy una mujer de recursos, busqué el número del centro»madre» de Villapepino y allí sí, a la tercera, conseguí hablar con una dulce señorita que me informó que mi pediatra estaba de vacaciones hasta septiembre y , como no había recursos para enviar un sustituto, el ambulatorio permanecería cerrado hasta su vuelta. Con un par. «Pero yo tengo a las niñas malas, ¿dónde las llevo?», pregunté con hilillo de voz. «Ah, no se preocupe dígame los nombres que le doy cita para pediatría en Villapomelo». Anoté la hora, las 9:20 del día siguiente y lo di por hecho. Segundo error.
El martes, a las nueve menos cinco, las niñas y yo entrábamos en el centro de salud de Villapepino. Suelo llegar antes de la hora, porque si alguien falla, llaman al siguiente y tenía la loca esperanza de poder colarme y no aterrizar demasiado tarde en el trabajo. Esperamos un buen rato, con mis gremlis corriendo por todos lados y cagándose (literalmente) a pares. La verdad es que no lo estaba llevando mal del todo hasta la pediatra llegó por fin a su consulta y empezó a llamar a la peña. Pasaron por delante cuatro niños y a las 9:45 nos quedamos las tres solas en la sala de espera. «Bah, ahora sí. Ahora ya nos llaman», pensé yo. Pero no. Salió la enfermera y preguntó por un tal José Carlos, que evidentemente no estaba y luego volvió a meterse en su garita sin más. Esperé otros cinco minutos y al final, ya con la mosca detrás de la oreja, decidí llamar y entrar en el despacho. «Oiga teníamos cita a las 9:20». Resoplido. «A ver cómo se llaman». Se lo digo. «No están en la lista» «¿Cómo que no? Pero si llamé ayer por teléfono y me dieron cita para ambas» «Pues no están, mira» y me enseña la pantalla del ordenador. En ese momento, a la pediatra se le encendió la bombilla y me preguntó «Pero tú, ¿vienes a consulta o a revisión?» «A consulta» «Ah, pues entonces no. Ahora solo hay revisiones, las consultas son en Villapomelo». A mi se me quedó cara de Chiquito de la Calzada «¿¿¿¿¿Comoooooooor??????» «Sí, mira esto es Villapepino (por si no te has dado cuenta), como está cerrado el chiringo de Colmenarejo el Rico, han concentrado las consultas una semana allí y otra aquí y esta semana toca allí» «Pero, pero…» «Nada, vete a Villapomelo y, si no tienen mucha gente, a lo mejor te atienden aunque se te haya pasado la cita».
Justo en ese segundo, a las 10:04 de la mañana del martes, se me pasó el pasmo y me entró el cabreo.
«Vamos a ver, ¿me está diciendo que tengo que ir de peregrinaje con estas dos al quinto pino a ver si, por casualidad, dentro de un par de horas nos atienden? Pero si aquí no hay nadie …» «Ya, lo que pasa es que ahora solo hay revisiones. Ve a Villapomelo» «Pues va a ser que no, hermosa, porque hace una hora que tendría que estar en el trabajo y no voy a seguir paseándome por toda la provincia a ver si suena la flauta» y con un «Me cago en la Puta de Bastos», dicho por lo bajini, cogí a mis hijas, las metí en el coche y nos largamos cagando virutas.
Que sí. Que la culpa es mía, por haber oído «Villa…» y no fijarme si era «pepino» o «pomelo», pero todo el proceso resulta tan kafkiano que mientras conducía de vuelta me dio la llorera de pura impotencia. Sé que el sistema de salud está saturado, que ha sufrido recortes, que no se cubren las bajas y que falta material y mano de obra, pero si al final tengo que ir a urgencias del hospital con algunas de mis hijas el coste será todavía mayor para la seguridad social. Y todo, absolutamente todo, se podría haber arreglado con un poco de buena voluntad por parte de alguien: del político que decide no dejar sin atención primaria a un montón de niños durante mes y medio cubriendo las vacaciones de mi pediatra, la dirección del centro de salud advirtiendo a los usuarios con un poco de antelación de la situación (En serio. Me hubiese bastado con un simple cartel pegado en la puerta), la pediatra de Villapepino atendiendo a mis hijas en su consulta vacía o, por lo menos, llamando al ambulatorio de Villapomelo para asegurarse de que nos reciberan…. Algo. Lo que fuese. Pero no.
Y repito que la culpa es mía por no anotar bien el nombre. Por ni si quiera imaginarme que podría haber una cuarta ciudad implicada en la ecuación de nuestra rutina de salud. Que parece mentira.
Así que al final he vuelto a llamar y tengo cita para mañana a las 9:50. La Mayor ya no tiene fiebre, pero Tulga aún se va de bareta, así que la llevaré a ella.
Y luego, me iré a Lourdes.
No parece que seas madre
Así, tal cual. Fue lo primero que soltó una antigua compañera de trabajo que llevaba una buena temporada sin verme al encontrarnos esta mañana. «Si es que estás muy delgada», añadió a modo de explicación. Yo le dediqué una sonrisa congelada y me apresuré a cambiar de tema. Pa qué liarla, pensé para mí. Y así transcurrió la mañana.
Sin embargo, por la noche, tras un largo día poniendo lavadoras, haciendo camas, recogiendo juguetes y limpiando culos, me detuve dos segundos delante del espejo y me cabreé. Como una mona. Por que, vamos a ver: ¿dónde cojones está grabado en piedra el estereotipo físico de la maternidad? ¿Por qué nos torturan (y nos torturamos) con unos ideales de belleza imposibles, solo al alcance del photoshop?
Estoy flaca. Mucho. Quizá hasta el exceso. Y además, tras dos lactancias que suman juntas dos largos años y medio mis pechos son ahora inexistentes, ridículos, con pezones diminutos y arrugados. Vamos, que da pena verlos. A pesar de mi delgadez (me puedo contar las costillas una a una y pellizcarme el hueso del esternón sin demasiado esfuerzo), tengo celulitis en los muslos y en el culo y el vientre fláccido y con medio metro de piel sobrante. Ya puedo hincharme a hacer abdominales, hipopresivos o el pino puente con las orejas, que o paso por el quirófano o eso va a seguir ahí hasta el fin de los tiempos. Con un vestido disimulo, pero en bikini no hay por dónde cogerme. Y desnuda ni te cuento. Y, a pesar de todo, soy madre. Tengo dos hijas hermosas y lozanas, de piel morena y pelo rubio, como princesas indias, que pululan las 24 horas del día a mi alrededor.
Y también es madre mi vecina que no esconde la barriga plagada de estrías tras su primer embarazo. O mi amiga que engordó 20 kilos con el segundo y sigue con 10 puestos encima un año después. O aquella otra a la que dejaron el suelo pélvico hecho unos zorros por una mala praxis y todavía lucha contra las pérdidas de orina. Y la Pataky que en dos semanas ni se notaba que había parido mellizos. Todas somos madres, tengamos el aspecto que tengamos, y las marcas, las secuelas o el cuerpo de diosa griega naciendo de una concha en el océano que se nos haya quedado es lo de menos. Yo me cuido poco, lo justo, aunque en breve retomaré el yoga y el gimnasio, pero intento comer bien, me muevo mucho (correr detrás de dos niñas debería considerarse deporte olímpico) y trabajo todos los días (sí, aún no me he ido de vacaciones ¿se nota?). Me gusta predicar con el ejemplo y en casa hay mucha fruta, verdura, yogures y repostería casera cuando el tiempo lo permite. A pesar de ello estoy delgada. Y tengo defectos. Y no necesito que nadie me diga que no parece que soy madre.