El principio de todo III

En el anterior post me había quedando disfrutando de mi epidural, cual cochino jabalí en el barro. Eso sí, aviso a navegantes y futuras parturientas: no es oro todo lo que reluce. Antes de pincharte con una aguja enorme en toda la espalda y endilgarte un cateter que no se lo salta un gitano, te hacen firmar un consentimiento informado, en el que entre otras cosas, te cuentan toooodooos los efectos secundarios que pueden derivarse de la anestesia (que son muchos y variados) y te advierten de que:

a) Puede no hacerte efecto

b) Puede hacerte efecto sólo parcialmente

c) Puedes reaccionar negativamente a ella…

Además, por lo menos en el hospital donde yo di a luz, la epidural conlleva todo un protocolo, del que no te dicen ni pío y que se convierte en una verdadera tortura. Para empezar desde el momento en que te pinchan, el bebé tiene que estar monitorizado en todo momento, lo que se traduce en que te ponen una banda de goma en la barriga para controlar contracciones y pulsaciones y que a partir de ese momento no te puedes menear de la cama, ni andar, ni casi cambiar de postura sin que venga una enfermera cabreada a cantarte las cuarenta. En segundo lugar, junto con el suero, te enchufan oxitocina sintética a chorro, porque la anestesia hace que el ritmo de las contracciones disminuya y el parto puede detenerse y acabar en cesárea. Y diréis ¿qué tiene de malo la oxitocina entonces? Pues que si la epi deja de hacer efecto (como en mi caso) o sólo te lo hace a medias, o ni te lo hace, las contracciones provocadas por la oxitocina artificial son tres veces más dolorosas que las normales. Y te las comes con patatas fritas.

Y es que, efectivamente, a la hora y media de haberme puesto la anestesia, empecé a notar otra vez dolor en la espalda con una intensidad que subía a todo trapo. En tres contracciones estaba con el grito en el cielo y además atada literalmente a la cama en una postura de lo más incómoda. Mi compañero de fatigas fue en busca del anestesista, que tras echarme un vistazo me dijo que no había nada que hacer, porque ya tenía la dosis máxima y que si me dolía, que me aguantase. Y ahí empezó  lo bueno de verás. Por un lado el dolor. Por otro la sed abrasadora, porque, claro, desde que ingresas no te dan ni de comer ni de beber por si hay que operar y como mucho te dejan humedecerte los labios con una gasa o enjuagarte la boca seca como el esparto con un colutorio bucal, que no es de mucha ayuda. Llegó un momento en que no pude aguantar más tumbada y, aún a riesgo de despertar las iras de medio hospital, me levanté y me senté en una silla, en busca de algo de alivio. La reacción fue instantánea. Una enfermera del turno de noche, hecha un basilisco, entró en la habitación a preguntar qué demonios estaba haciendo, que habían perdido el monitor del bebé y que volviera a la cama. Dije que no. Creo que fue la única vez que hice imponer mi voluntad. No podía tumbarme, así de simple. Y me dejaron un rato a mi bola, quizá porque les apetecía más ir a tomar café que discutir con una loca en pleno parto. Se me agrietaron los labios. Se me hinchó la lengua y vomité un buen montón de bilis verde sobre la cama. Y a eso de la media noche, me entraron ganas de empujar.

Le pedí a mi compañero de fatigas, que a esas alturas parecía más un zombi que un ser humano, que fuera a por una matrona. Al rato entró la segunda persona agradable que se cruzó en mi camino en todo el proceso: un chico joven, probablemente de prácticas, que con toda la amabilidad del mundo me pidió que me tumbara un momento para poder examinarme «si no te importa». Me entraron ganas de besarle. Me dijo que estaba de casi nueve centímetros y que empujara en la siguiente contracción. Le obedecí y sonrió: «Uy, esto está muy bien. La cabeza de la niña es pequeña, yo creo que ya puedes ir a paritorio. Espera que voy a por la matrona, tu vete empujando». Se fue y volvió al cabo de unos buenos 20 o 25 minutos con una señora rubia, que ni siquiera saludó, limitándose a presentarse con un «A ver, separa las piernas». Me miró por encima y dictaminó que aún no había dilatado por completo: «Todavía  tienes un buen reborde. No empujes que te puedes desgarrar y hacerte mucho daño y además molestar al bebé». Entonces empezó una de las conversaciones más surrealistas que presencié en ese hospital. Por un lado, el chico intentando convencer a la matrona de que ya podía ir a paritorio, que si seguía empujando la niña saldría sin problemas a pesar de ese centímetro que faltaba. Por otro, la matrona diciendo que nanai de la china, que me quedara tumbada y que, si eso, ya vendría a ver cómo iba todo dentro de un rato. Por su puesto ganó la matrona. Y el dentro de un rato fueron seis horas y media de agonía, en las que consumí mis últimas fuerzas y dejé de empujar, de hablar y de hacer otra cosa que gemir y susurrar muy bajito «Mi espalda, mi espalda».

Poco antes de las siete de la mañana del día 31 de enero (os recuerdo que todo empezó la noche del 28 y que yo llevaba desde entonces sin dormir y con un té con leche en el cuerpo) vinieron a buscarme y me llevaron a paritorio. La matrona rubia no asomó por ningún lado. En su lugar había una chica joven, con mascarilla verde, que empezó a dirigirme los pujos encaramada en ese instrumento de tortura que llaman mesa de partos.  Yo lo intenté. En serio. La chica decía: «No empujas bien. Con más fuerza, con más fuerza» y bastante cabreada yo me agarraba a las barras para ponerme un poco vertical y apretaba hasta quedar sin aliento. Un par de minutos después la muchacha se apartó, se bajó la mascarilla, dijo «me estoy mareando» y se fue. Con dos cojones. Fue entonces cuando apareció la matrona, que le tomó el relevo en lo dirigir los pujos, pero a esas alturas casi no podía ni respirar y mucho menos empujar. La Enana estaba con la cabeza prácticamente fuera, pero yo no conseguía que se moviera. No podía. Llamaron a un gine, echaron a mi compañero de fatigas, me rasuraron, me rajaron la vagina y con la ayuda de una ventosa, a las 7:10 de la mañana, sacaron por fin a mi hija, que nació con los ojos abiertos como platos.

El dolor desapareció por arte magia. Y de pronto estábamos la Enana, yo y su padre tumbados y juntos. Del resto ni me enteré. Creo que tuve una buena hemorragia, y que (eso seguro) me dieron seis puntos de sutura en la episotomía que acaban de practicarme. Se llevaron a la Enana unos segundos para pesarla y vestirla y luego ya estuvo todo el rato sobre mi pecho. Respirando juntas. Me fijé en que era morena. Que tenía la nariz llena de puntitos blancos. Que era preciosa. Y supe, en ese momento supe, que todo lo que yo había sido, era y sería había cambiado para siempre.

 

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2 responses to “El principio de todo III”

  1. Diario de una Mami says :

    Uff, no tengo palabras con lo que te hicieron pasar. 😦 Me ha encantado el final, muy emotivo. 🙂

    • Norgwinid says :

      Sí, el nacimiento de la Mayor fue un verdadero trauma para todos. Me costó mucho tiempo superarlo y fue a raíz de eso cuando empecé a buscar en blogs y foros algo de compresión y consuelo. También fue lo que me llevó a decidir que, si tenía más hijos, no pasarían por lo mismo, que llevaría un plan de parto o que impondría de alguna forma mi voluntad en el proceso… Como todo fue tan rápido, no hizo ni falta, ya que la Peque nació 20 minutos después de ingresar en el hospital y no hubo tiempo ni de epidurales ni de nada… Pero, sí, mi hospital en esto de la maternidad es terrible..

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